"El Cuerpo de la Santísima Virgen no fue en Ella, como en nosotros, ocasión de pecado, ni en él se desbordaron jamás las pasiones, ni, en fin, hubo en él, la más pequeña rebeldía contra el espíritu" |
La Resurrección.- Más, la misma incorrupción era aún poco para
terminar el triunfo definitivo de la Santísima Virgen. Este complemento no
podía ser otro, que la nueva vida de una resurrección gloriosa, de una
inmortalidad comunicada por el alma a su cuerpo para vivir una vida que fuera
como la de Cristo, para nunca más morir. Si hemos dicho que María es un
comienzo de Cristo y que por lo mismo no es posible separar a esta Madre de su
Hijo, resulta que era natural que Cristo terminara aquel estado de violencia,
por decirlo así, en que Él se encontraba con relación a María, al estar
separados los dos, haciendo que resucitara cuanto antes y que de nuevo se
juntaran en el Cielo, los que tan íntimamente habían vivido unidos en la
tierra.
Además, el Cuerpo de la
Santísima Virgen no fue en Ella, como en nosotros, ocasión de pecado, ni en él
se desbordaron jamás las pasiones, ni, en fin, hubo en él, la más pequeña
rebeldía contra el espíritu. ¡Qué armonía! ¡Qué conjunto tan ordenado y
perfecto formaron siempre el cuerpo y el alma de María! ¡Qué obediencia! ¡Qué
sumisión tan completa la de aquella carne purísima a aquel espíritu tan
endiosado! Pues justo era que no estuvieran separados ahora, sino que en premio
de esa sumisión, volviera Dios a unirlos para que juntos continuaran sirviendo
y alabando al Señor.
Imagínate, por tanto, aquel
dichosísimo instante en que por la virtud y omnipotencia de su Hijo Divino, el
cuerpo de la Virgen, recibiendo de su alma una vida nueva, se levanta vivo,
glorioso, triunfante del sepulcro. ¡Qué gozoso estaría aquel sacratísimo
cuerpo, viéndose unido, ya inseparablemente, a aquella alma bendita! ¡Cuál
sería su hermosura, si ya era tan hermosa, aun en su cuerpo, antes!
Contempla el estupor de los
Apóstoles cuando de mañana, según costumbre en aquellos días, fueran a visitar
el sepulcro y se encontraran tan solo con el perfume que su cuerpo allí había
dejado. ¡Cómo se renovaría en ellos la impresión de la Resurrección de Cristo!
¡Cómo se alegrarían de que así hubiera resucitado a su Madre! Alégrate también
tú, da otra vez la enhorabuena al Hijo y a la Madre, y pídeles de nuevo
participación en aquella su unión inseparable, y eterna, prometiéndoles no
apartarte jamás de Ellos, ni en las penas ni en las alegrías, ni en la lucha,
ni en el triunfo.
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