La Virgen María levantó sus
ojos de prisa al oír que su Hijo decía: “Todo está terminado”, porque pensó que
se le acababa la vida. ¿Qué sentiría al advertir en la cara, ya amarillenta de
Jesús, los rasgos de la muerte? ¿Qué sentiría? Le vio con sus labios secos, la
nariz afilada, oscurecida aquella hermosa mirada de Jesús. Cayó su cabeza sobre
el pecho que respiraba fatigosamente. De golpe, a su Madre se le fueron los
brazos para sostenerle su cabeza; pero sólo pudo ser un gesto, sus brazos no
llegaban. Cayeron sus brazos, solos, sin poder abrazar a su Jesús que moría, y
no podía morir con Él. Así estaba el Corazón de esta Madre, su propio cuerpo
desfallecía al ver agonizar el de su Hijo. Su alma, como perdida a sí misma,
estaba tan unida a la de su Hijo que moría de dolor con Él.
De pronto, le vio tomar aliento, hinchó su fuerte pecho, y “dio un fuerte grito” (Lc. 23, 46) Aquel grito la hirió en lo hondo del alma, y quedó estremecida. Escuchó atenta, y oyó las últimas palabras de su Hijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”