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"María murió de amor. Esta fue su enfermedad de toda su vida" |
MUERTE DE MARÍA
Realidad de su muerte.- María murió en realidad, aunque no estaba
sujeta a la muerte. Esta es castigo del pecado y, por lo mismo, no pudo ser
castigo del alma Santísima y Purísima de María. Ella no tuvo ni pecado
original, ni actual, ni mancha de la más pequeña imperfección. No obstante,
Dios quiso que muriera, para imitar así a su Hijo, que también murió; para
aumentar aún más sus merecimientos, pasando por esa humillación tan terrible y
repugnante que no había merecido, sobre todo para servirnos de ejemplo y
consuelo en nuestra muerte.
Fue muy conveniente que Cristo
muriera para satisfacer abundantemente por nosotros, para vencer con su muerte
la muerte del pecado, para demostrarnos que era verdadero hombre, igual que
nosotros, capaz de sufrir, de sentir, de parecer, de morir como los demás, para
experimentar en sí las angustias de la muerte y servirnos de admirable ejemplo
de fortaleza y paciencia en nuestra agonía. Por tanto, si fue conveniente que
Cristo muriera, ¿no la haría de ser también que muriera su Madre? Si muere el
Redentor, ¿no había de morir la Corredentora?
Piensa ante esta realidad de
la muerte de María, la realidad de la tuya. Tú sí que realmente tienes que
morir, necesariamente tienes que morir, pues si la muerte entró en el mundo por
el pecado, tus pecados han merecido mil muertes. Con ella debes satisfacer lo
que ofendiste a Dios pecando.
Muerte de amor.- María murió de amor. Esta fue su enfermedad de
toda su vida. Santa Teresa de Jesús moría, porque no moría de amor. Santa
Imelda murió en un éxtasis amoroso. Y así otros santos, no pudiendo resistir la
fuerza del fuego del amor que les abrasaba, tuvieron que morir, pues, ¿qué
pasaría en la Virgen? Lo admirable es que viviera. Eso era un milagro continuo.
Pues naturalmente, debía morir.
¿No has visto árboles cargados
de fruto que no pueden sostenerlo? Así fue la Santísima Virgen, árbol riquísimo
que no pudo sostener el fruto de aquella preciosísima alma que, cargada desde
el primer instante de la plenitud de la gracia, fue creciendo y aumentando sin
cesar ni un solo momento se su vida. ¿Cómo pudo aquel cuerpo, aunque tan puro,
tan santo, tan inmaculado, sostener aquella alma que ya, desde su misma
concepción, se elevaba con fuerza irresistible hacia el cielo?
Además de esto, ¿cuál sería la
dulcísima y a la vez violentísima fuerza con que Jesús atraería al alma de su
Madre?, y ¿cuál el anhelo de esta blanquísima paloma por volar a su Jesús? no
hay duda que para Ella se escribieron aquellas palabras: “¡Ay! Y cuánto se prolonga
mi destierro. Por cuánto tiempo he vivido con los moradores de Cedar y ha
estado mi alma peregrinando en esta vida”. Otras veces, con más ardor que
David, exclamaría: “Como el ciervo corre a la fuente de las aguas, así mi alma
te desea a Ti, mi Dios. ¿Cuándo será que venga y me presente delante de Ti? En
fin, hablando con los ángeles les diría aquello del Cantar de los Cantares: “Os
conjuro, moradores de la celestial Jerusalén, que si encontráis a mi Amado le
digáis que estoy enferma de amor”
Y así se fue encendiendo por
momentos, cada vez más, aquel volcán que ardía en su alma, hasta llegar a
consumirla y abrasarla por completo. ¿No te da envidia? ¿Por qué no amar así a
tu Dios? ¿Por qué no dejarte abrasar por Él, si Él quiere encender en tu alma
este divino fuego? ¡Qué vergüenza pensar que todo depende de ti, que la culpa
de que así no sea, está en ti y no solo en ti!