“¡MADRE DE
MISERICORDIA, SÁLVAME!”
Giovanna notó que estaba
subiendo y subiendo… Al acercarse al punto más alto la luz divina se
intensificó. Al darse cuenta de que en breve iba a ser juzgada un grito de
súplica le brotó de lo hondo de su corazón…
¿Qué sitio sería aquel, tan
amplio que parecía que no tenía fin? Se asemejaba a un inmenso valle,
flanqueado por escarpadas montañas y surcado por abruptos precipicios cuya
profundidad ni se podía medir…
Un joven vestido de blanco,
muy luminoso, guiaba a Giovanna e iba explicándole cada detalle de lo que
sucedía a su alrededor. Era San Miguel, el Arcángel Guardián de la Fe. Apuntaba
hacia las almas que llegaban de todos los rincones de la tierra; entonces la
niña cayó en la cuenta del lugar donde se encontraba: ¡se dirigía al Tribunal
de Dios!
¡Qué visión grandiosa y
terrible! Centenares de almas se lanzaban al Infierno, reconociendo la maldad
de su vida impenitente; otras iban al Purgatorio para purificarse; poquísimas
entraban directamente en el Cielo…
Asustada, Giovanna le preguntó
al Ángel:
-Mi señor, ¿por qué se
condenan tantas personas?
-¡ay!... Cerraron su corazón,
a pesar de las numerosas invitaciones de la gracia y de las advertencias de la
Santísima Virgen. Hoy día son pocos los que cumplen los Mandamientos, rezan y
frecuentan dignamente los Sacramentos.
-Es verdad. ¿Pero por qué hay
tanta gente de mi ciudad?
-Porque allí se ha instalado
una epidemia que conduce a la muerte en cuestión de días a quien es alcanzado
por ella.
-¡Madre mía! ¿Ese no es Marco,
el zapatero? ¿Por qué huye de Dios para tirarse en el abismo incandescente?
-Nunca iba a Misa, pues decía
que no tenía tiempo… Como toda su vida ha estado huyendo de Dios, ahora no
consigue permanecer en su presencia. ¡Y lo odiará por toda la eternidad!
-¡Qué cosa tan horrible! ¿Y
esa alma?
-Tampoco rezaba… Una semana
antes de morir, Dios le infundió un fuerte deseo para que fuera a la iglesia a
confesarse. Sin embargo, no quiso.
Señalando hacia otro lado
añadió:
Aquella alma que estás viendo
ir hacia el Purgatorio, llevó igualmente una vida de pecado; pero abrió su
corazón a la gracia y se arrepintió a tiempo. Una buena confesión la salvó del
fuego eterno.
-Y las que van directamente al
Cielo, ¿hicieron algo para merecerlo?
-Reconocieron sus defectos y
miserias, acudieron a María, mi Reina, para que les ayudara a vencerlos y se
fortalecieron con el Pan Eucarístico. Casi todas rezaban el Rosario diariamente
y, por eso, la propia Virgen Santísima las condujo hasta el Paraíso.
-¡Cuán admirables son las
almas virtuosas! Y aquella que va hacia el Purgatorio, ¿no es también de mi
ciudad?
-Sí… Mira cómo son los caminos
de Dios: su vida era muy mediocre, pero hace poco visitó una Catedral Gótica y
se quedó maravillada. Percibió que una obra tan bella sólo podía haber salido
de un corazón muy amante de Dios y, en el fondo, se encantó por estar presente
allí. Recibió tal gracia que hizo el firme propósito, consolidado por el
sacramento de la Confesión, de abandonar las vías de la tibieza. De ahí en adelante
viviría con los ojos puestos únicamente en Dios. Y lo cumplió.
-¡Cómo la Providencia se sirve
de mil caminos para salvar a las almas! ¡Qué lástima que algunos no quieran
beneficiarse de tanta misericordia!
Giovanna notó que estaba
subiendo y subiendo… Al acercarse al punto más alto, donde la luz divina se
intensifica, San Miguel le dijo:
-Prepárate, porque está
llegando tu hora…
Postrada a los de Jesucristo,
vio que iba a ser juzgada. Toda su vida pasó por su mente como un relámpago,
llevándola a exclamar:
-¡Dios mío, cómo todo es
serio! Un grito de súplica le brotó de lo hondo de su corazón:
-¡Madre de Misericordia,
sálvame!
Entonces se oyó una voz
melodiosa y suave como una brisa:
-Hijo mío, Giovanna se consagró
a Ti en mis manos, por el método de nuestro dilecto Luis María Grignion de
Montfort. Por lo tanto, es nuestra esclava de amor y la quiero muchísimo.
Extasiado con la bondad de su
extremosa Madre, Jesús se volvió hacia Ella y le dijo con inefable cariño:
-Madre, ya que es tuya:
júzgala Tú.
En ese instante Giovanna ¡se
despertó! Eran la seis de la mañana…
-¡Santo Cielo! ¿Ha sido un
sueño? Parecía todo tan real.
Se arregló con agilidad, desayunó
y salió apresuradamente hacia la parroquia, donde el P. Enzo, como de
costumbre, ya se encontraba en el confesionario. Después de decir sus faltas y
recibir la absolución, le contó al sacerdote el sueño que había tenido y él le
dijo:
-Es muy impresionante todo
eso, pues precisamente esta semana ha empezado a propagarse por nuestra ciudad
una enfermedad que ningún médico sabe cómo curar. Hay muchas personas
hospitalizadas. El sueño que has tenido bien puede ser una señal…
Cuando Giovanna se marchó, el
buen sacerdote se arrodilló ante el Sagrario y comenzó a pensar cómo preparar
para la muerte a tanta gente, ¡pues la epidemia se instalaría enseguida! Se le
ocurrió recorrer los hospitales de la ciudad para oír confesiones i administrar
la Unción de los Enfermos y el Santo Viático a quienes se lo pidieran; y así lo
hizo.
En menos de una semana treinta
de los enfermos atendidos por el P. Enzo murieron, con excelentes disposiciones
de espíritu. Su trabajo pastoral, con la bendición de María Santísima, dio
abundantes frutos.
Unos días después, durante su
visita al hospital central, encontró acostada en una de las camas a una niña, que
tenía una foto de la Virgen en la mesita. Al acercarse, la reconoció:
-¡Giovanna! ¿También has contraído
esa terrible enfermedad?
-Sí, Padre. Hace tres días que
tengo el virus y sé muy bien que mi muerte está cerca. Por eso me gustaría
confesar una vez más.
El sacerdote la atendió, le
administró la Unción y se quedó rezando el Rosario a su lado. Le venía a la
memoria el sueño que la pequeña le había contado, los consejos del Arcángel San
Miguel y la intervención de María Santísima en el momento crucial…
De repente los ojos sufridos
de la niña se iluminaron, se dirigieron confiados hacia lo alto y exclamó:
-¡Madre de Misericordia,
sálvame!
Le parecía que estaba viendo a
la Reina de los Ángeles delante suya y levantó los brazos, como tratando de
abrazarla. Pero enseguida volvieron a caer… No obstante, antes de que el último
soplo de vida abandonara su rostro angelical y su alma volara al Cielo, el P.
Enzo la escuchó susurrar:
-¡Qué clemente eres! ¡Qué
buena! ¡Qué dulce! ¡Y cuán amable es tu Hijo, Jesús!
Juliana Galletti
Fuente revista "Heraldos del Evangelio", número
178, mayo 2018