Oíste, ¡oh Virgen!, el hecho;
oíste el modo también; lo uno y lo otro es cosa maravillosa, lo uno y lo otro
es cosa agradable. Gózate, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén. Y pues a
tus oídos ha dado el Señor gozo y alegría, oigamos nosotros de tu boca la
respuesta de alegría que deseamos para que con ella entre la alegría y el gozo
en nuestros huesos afligidos y humillados. Oíste, vuelvo a decir, el hecho, y
lo creíste; cree lo que oíste también acerca del modo. Oíste que concebirás y
darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del
Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que
se vuelva al Señor que le envió. Esperamos también nosotros, Señora esta
palabra de misericordia, a los cuales tiene condenados a muerte la divina
sentencia, de que seremos librados por tus palabras. Ve que se pone entre tus
manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes. Por
la palabra eterna de Dios fuimos todos criados, y con todo eso morimos; mas por
tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Esto te
suplica, ¡oh piadosa Virgen! , el triste Adán, desterrado del paraíso con toda
su miserable posteridad. Esto Abraham, esto David con todos los santos Padres
tuyos, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto
mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. Y no sin motivo, aguarda con
ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables,
la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud,
finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo vuestro linaje. Da, ¡oh
Virgen!, aprisa la respuesta.
¡Ah, Señora!, responde aquella
palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los
ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura,
tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha
propuesto salvar el mundo. A quien agradaste por tu silencio agradarás ahora
mucho más por tus palabras, pues Él te habla desde el cielo diciendo: ¡Oh
hermosa entre las mujeres, hazme que oiga tu voz! Si tú le haces oír tu voz, Él
te hará ver el misterio de nuestra salud. ¿Por ventura, no es esto lo que
buscabas, por lo que gemías, por lo que orando días y noches suspirabas? ¿Qué
haces, pues? ¿Eres tú aquella para quien se guardan estas promesas o esperamos
otra? No, no; tú misma eres, no es otra. Tú eres, vuelvo a decir, aquella
prometida, aquella esperada, aquella deseada, de quien tu santo padre Jacob,
estando para morir, esperaba la vida eterna, diciendo: “Tu, salud esperaré.,
Señor". En quien y por la cual Dios mismo, nuestro Rey, dispuso antes de
los siglos obrar la salud en medio de la tierra. ¿Por qué esperaras de otra lo
que a ti misma te ofrecen? ¿Por qué aguardarás de otra lo que al punto se hará
por ti, como des tu consentimiento y respondas una palabra? Responde, pues,
presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por el ángel; responde una
palabra y recibe otra palabra; pronuncia la tuya y concibe la divina; articula
la transitoria y admite en ti la eterna. ¿Qué tardas? ¿Qué recelas? Creo, di
que sí y recibe. Cobre ahora aliento tu humildad y tu vergüenza confianza. De
ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia.
En sólo este negocio no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque
es agradable la vergüenza en el silencio, pero más necesaria es ahora la piedad
en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al
consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas
las gentes está llamando a tu puerta. ¡Ay si, deteniéndote en abrirle, pasa
adelante, y después vuelves con dolor a buscar al amado de tu alma! Levántate,
corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el
consentimiento.
San Bernardo Abad,
del libro "Las Grandezas de María"
"He aquí, dice la Virgen, la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra"