Sorpresa tras la celebración del Corpus Christi…
Aquellas mañana de junio no podía haber despuntado más
radiante en el horizonte. El sol resplandecía de una forma muy especial, los
pájaros cantaban con regocijo, el rumos de los arroyos parecía contar la gloria
de su Creador… Toda la naturaleza daba muestras de júbilo el día en que se
celebraba la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
Y si hasta en los seres irracionales traslucía esa alegría,
con mayor razón aún se manifestaba en los fervorosos fieles de aquella aldea.
Instruidos con esmero por el padre Pierre a respecto de la devoción al
Santísimo Sacramento, todos estaban muy empeñados en preparar la ceremonia de
la tarde: los monaguillos y sacristanes se ocupaban de la ornamentación del
altar; las mujeres, de los arreglos florales y de la limpieza de la iglesia;
los hombres, de acondicionar y adecentar los caminos por los que pasaría la
procesión. En cuanto al sacerdote, pasó casi toda la mañana en el
confesionario, pues su rebaño, más que ofrecerle pompas exteriores al Señor,
deseaba ofrecerle un alma limpia de toda falta, digna de recibirlo en la
Sagrada Comunión.
A la hora prevista para la Santa Misa, la pintoresca
iglesia estaba tan bien adornada y brillante que más se parecía a una pequeña
catedral. La ceremonia se realizó con el máximo esplendor y compenetración
despertando una piedad todavía más ardiente en los corazones de los fieles. El
párroco mal conseguía contener su alegría y, por la noche, antes de recogerse,
rindió al Señor una fervorosa acción de gracias por los beneficios y dones
derramados en aquella celebración.
Sin embargo, tras las numerosas muestras de devoción que
había presenciado, no podía ni imaginar la terrible sorpresa que le esperaba a
la mañana siguiente…
Como de costumbre, el padre Pierre se despertó antes del
amanecer e inmediatamente fue a prepararse para la Santa Misa matutina.
Arrodillado en uno de los primeros bancos de la iglesia, rezaba: le pedía a la Santísima
Virgen, además de las intenciones habituales, un amor más puro e intenso a la
Sagrada Eucaristía para sí y para todas las almas confiadas a él. Pero mientras
se iba acercando al altar, se dio cuenta de que había algo raro… le costaba
creer lo que sus ojos veían. El sagrario había sido forzado y se habían llevado
los dos copones llenos de formas consagradas que él mismo había guardado en la
víspera. Enseguida ordenó que repicasen las campanas a arrebato para convocar a
la feligresía.
Todos acudieron con prontitud al aviso, manifestando un
ferviente deseo de desagraviar tan infame pecado y encontrar cuanto antes las
Hostias robadas. Aunque, ¿por dónde empezarían si no había ninguna pista de los
sacrílegos asaltantes? El celoso sacerdote dividió a la gente en grupos,
exhortándoles a pedir con insistencia el auxilio divino para localizar las
Sagradas Especies.
Algunos emprendieron la búsqueda por los alrededores de la iglesia; otros, por los
montes que rodeaban la aldea; y el resto se dirigió a los campos cultivados,
confiando que descubrirían algún vestigio de lo sucedido. Con todo, a pesar del
esfuerzo, ninguno de los grupos obtuvo el mínimo éxito en sus investigaciones.
Al caer la tarde, cuando todos regresaban extenuados y abatidos, oyeron a lo lejos
los gritos de un niño jadeante:
-¡Padre, padre! ¡Lo hemos encontrado! ¡Venga deprisa!
El párroco se levantó de un salto y siguió al niño a paso
ligero, hasta alcanzar una plantación de trigo, distante unos cinco kilómetros.
Al llegar al lugar -¡oh, maravilla!, el padre Pierre encontró, envueltas por
una suave luz, las formas intactas. No obstante, los copones habían
desaparecido y, aún peor, infelizmente sólo estaba la mitad de las Hostias
robadas…
Recogieron con reverencia las Sagradas Formas y volvieron
a la iglesia, en improvisada procesión. Allí pasaron la noche en vigilia,
turnándose en la adoración al Santísimo Sacramento. Y la búsqueda de las demás Hostias
continuó durante más de una semana, sin que decayese el ánimo o la fe de los
aldeanos, a pesar de la falta de buenos resultados.
Cierto día, Jacques, el panadero, que cada mañana llevaba
sus panecillos de maíz, baguetes y bollos a vender en la ciudad, se fijó en una
distinguida señora sentada en una piedra, bajo un roble, junto al camino. Más
tarde, ya de regreso, vio que la noble dama seguía allí. Entonces decidió
acercarse. Se presentó con sencillez y le preguntó respetuosamente si le podía
ayudar en algo.
Tras agradecer la cortesía, la hermosa señora le
respondió con suavidad y dulzura:
-Estoy haciéndole compañía a mi hijo.
Sin entenderlo bien, pero intuyendo alguna cosa, Jacques
hizo una respetuosa venia y se retiró estupefacto.
Cuando llegó a avisar de lo sucedido al padre Pierre. El
sacerdote conocía al panadero desde niño y sabía que no era propenso a
fantasías. Mientras éste le estaba hablando, el párroco lo observaba
atentamente y se afirmaba a cada instante en él la convicción de que aquello
era una señal. Mandó que todo el pueblo se reuniera, e inmediatamente se
dirigió hacia el roble.
La distinguida señora ya no estaba, había desaparecido
sin dejar rastro… Sin embargo, una suave luz emanaba por una hendidura desde el
interior de aquel árbol. Conteniendo la emoción, el padre Pierre introdujo el
brazo por la abertura y su mano enseguida palpó un objeto de metal. ¡Era uno de
los copones desaparecidos! Desdobló un corporal encima de una piedra –justo
sobre la que Jacques había visto sentada a la hermosa dama-, dejó en él el
copón y se arrodilló entes de abrirlo. Pero se llevó una decepción: ¡estaba
vacío! Tan sólo algunos fragmentos, dispersos y minúsculos, indicaban que allí
había estado las Sagradas Especies, y quizás se tratase de las que ya habían
encontrado antes. ¿Dónde habrían puesto el otro? ¿Contendría aún al Santísimo
Sacramento?
Tan absorto estaba en sus pensamientos que Jacques tuvo
que tocarle el brazo para llamar su atención:
-¡Padre, Pierre, padre Pierre! La rendija en el roble
sigue iluminada. Debe haber algo más…
El sacerdote se giró y con mucha agilidad introdujo de
nuevo el brazo en la hendidura, ¡tocando el segundo copón! ¡Y las Hostias
faltantes, de hecho, continuaban en su interior!
Tras un breve acto de adoración, el párroco cogió las
Sagradas Formas, las cubrió con un velo y las llevó hasta la iglesia, donde ya
repicaban las campanas. Mientras iba rezando jaculatorias o acompañaba los
cantos que el pueblo entonaba, pensaba en lo sucedido… ¡La pérdida y el
encuentro de Jesús Eucaristía había hecho que todos fueran más conscientes del
inmenso valor del Santísimo Sacramento!
Hna. Ariane Heringer
Tavares, EP
Fuente revista "Heraldos del Evangelio", número 131, junio 214