Tú conoces la dureza de mi corazón y la ceguera de mi inteligencia; ayúdame, ¡oh Virgen fidelísima!, a vencer la resistencia de mi orgullo, de mi egoísmo y cobardía |
La docilidad plena a la moción
del Espíritu Santo es precisamente la característica del estado de unión con
Dios. María Santísima, como enseña San Juan de la Cruz, “desde el principio –fue-
levantada a este alto estado”; cosa evidente cuando se reflexiona que María no
sólo fue creada en gracia, sino que desde su nacimiento poseyó un grado de
gracia superior al que los más grandes santos alcanzaron al fin de su vida. En
consecuencia, el estado de unión perfecta con Dios, que es nuestro ideal y la
meta de todos nuestros esfuerzos, fue propiedad de María desde el primer
momento de su vida; por otra parte, la vida de María, por su correspondencia
libre y por su fidelidad a la gracia, fue un continuo progresar, un progresar
vertiginoso, en este altísimo estado. La Virgen es por eso, después de Jesús,
el modelo y guía más segura para los que aspira a la unión con Dios; más aún,
por su condición de simple criatura, la sentimos más cerca de nosotros y se nos
presenta más imitable. María nos enseña que el secreto de llegar en seguida a
esta unión con Dios es el desprendimiento de la criatura que más amamos y que
es nuestro “yo”. María no vivió sino para Dios. Si estudiamos su vida a través
del Evangelio, nunca veremos que se mueva a obrar por motivos egoístas, por
intereses personales; sólo una fuerza la impulsa: la gloria de Dios, los
intereses de Jesús y de las almas. En su vida humilde y desconocida, en su
trabajo, en su pobreza, en las dificultades y sufrimientos que padeció, jamás
María pensó en sí, jamás un lamento salió de su boca, sino siempre adelante,
olvidada totalmente de sí, entregada totalmente al cumplimiento de la voluntad
Divina. Es el Espíritu Santo quien la guía, quien la impulsa, quien la
sostiene. Y el secreto es éste: dejarse guiar y mover por Él siempre y en todo.
Así como por obra del Espíritu Santo la Virgen concibió al Hijo de Dios, así
todas las acciones fueron concebidas bajo la moción del Espíritu Santo. Es
precisamente aquí donde tenemos que imitar a María: desterrar de nuestra vida
todo lo que es fruto de nuestro egoísmo, amor propio, orgullo, para concebir
únicamente obras según la moción de la gracia, bajo el impulso del Espíritu
Santo.
¡Oh María, esposa fidelísima
del Espíritu Santo! Mira mi miseria y
debilidad. Dios puso en tus manos la plenitud de todos sus dones para que yo
comprendiese que toda esperanza, toda gracia y toda salvación viene de Ti. Tú
conoces la dureza de mi corazón y la ceguera de mi inteligencia; ayúdame, ¡oh
Virgen fidelísima!, a vencer la resistencia de mi orgullo, de mi egoísmo y
cobardía, para que mi alma se abra de par en par a la invasión de la gracia, se
abandone dócilmente a la acción del Espíritu Santo, siga con prontitud sus
impulsos, sus inspiraciones y sus llamadas.