El amor del sacerdote por
Jesús debe ser diferente y muchísimo más ardiente que el amor de los otros
hombres; puesto que “quien ha recibo más, ama más”. Ahora bien, las gracias y
los dones particulares que enriquecen el alma y el corazón del sacerdote son
tales, que ni siquiera quien los ha recibido y los posee, lo sospecha, y aunque
crea que ha recibido mucho, no puede conocer toda la profusión de gracias que
el Amor Infinito ha derramado en él. Una de las bienaventuranzas del sacerdote
en el cielo será ver y conocer todo lo que el Amor ha hecho por él y cuán
privilegiado ha sido con relación a los otros hombres.
El sacerdote pasa, en cierto
modo, al estado de ser divinizado por la unión que tiene con Cristo y por el
poder que, a través de Cristo, tiene sobre las almas para su bien y salvación.
Por eso el sacerdote está obligado a tener para con Dios, Nuestro Señor, un
amor muy especialmente fuerte, tierno y ardiente.
Solo hay una criatura que ha
amado y ama a Jesús como debe amarlo el sacerdote. No hay más que un corazón
capaz de servirle de modelo para este amor: el Corazón de la Santísima Virgen.
Sí el amor del sacerdote a Jesús debe ser en todo semejante al amor de María a
su Divino Hijo.
Como María, el sacerdote,
elevado a gran altura por una gracia de elección, sin embargo, sigue siendo una
criatura inferior y sometida al Divino Maestro. Como Ella, el sacerdote toca la
nada por su naturaleza y lo íntimo de la Divinidad por un privilegio de amor.
Como Ella, debe ver mejor que los demás, la verdad de su propia miseria y
pequeñez, y ser más consciente de las divinas irradiaciones del Amor Infinito.
Como Ella, recibe por virtud del Espíritu Santo el poder de dar al mundo al
Verbo Encarnado; la Madre lo da en la realidad de su carne; el sacerdote, en la
realidad de su Carne Eucarística.
El amor de María por Jesús es
un amor de criatura privilegiada, es un amor de ardiente agradecimiento y de
profunda humildad, un amor que se abaja y se sacrifica, que se da enteramente
por la necesidad que experimenta de devolver todo lo que puede a Aquel de quien
todo lo ha recibido. El amor de María es también un amor de Madre, tierno,
delicado, diligente, un amor que defiende y protege, que se sacrifica también,
pero de otro modo, que se da, no para devolver, sino para dar más aún a quien
ya se ha dado.
El amor del sacerdote para con
Jesús, su adorable Maestro, debe ser enteramente semejante. Debe ser un amor de
criatura amada que adora, que agradece, que se da sin calcular; un amor lleno
de exquisitas delicadezas, un amor celoso que custodia con vigilancia, que
protege, que rodea de cuidados, que se sacrifica hasta el olvido de sí mismo.
María tuvo por Jesús no solo
un amor de criatura privilegiada y de madre cariñosa, sino que también tuvo,
tiene siempre, por su adorable Hijo, un amor de virgen. Es un amor humilde – el
amor siempre debe ser humilde -, pero es un amor confiado, fiel único, lleno de
castas familiaridades, de exquisitas atenciones y de respetuosos ardores.
Así debe ser también el amor
del sacerdote a Jesús: un amor puro, dilatado, fiel y confiado. Es verdad que
el sacerdote no posee el candor ideal de la Inmaculada; su corazón no tiene la
sublime pureza del Corazón de la Virgen Madre; pero le basta recurrir a las
gracias de su sacerdocio; allí encontrará las fuentes de virginales ternuras y
heroicos sacrificios.
Jesús quiere ser amado por su
sacerdote como por la Virgen María, y por eso ha incluido en el privilegio del
Sacerdocio gracias semejantes a las que contiene el privilegio de la Maternidad
Divina. Gracias de íntima y particularísima unión con su adorable Persona, divina
y humana; gracias de inefable pureza; gracias de entrega sin reservas.