NO MUERE JAMÁS CON SU SANTO ESCAPULARIO QUIEN REPUDIA LA GRACIA
El Excmo. y Rvdmo. Sr. Dr. D.
Vicente Tarancón, Obispo de Solsona, en su maravillosa Carta Pastoral sobre el
Santo Escapulario del Carmen, nos refiere el siguiente prodigio:
Habían sido sentenciados a
muerte, en Vinaroz, dieciséis reos. Habíase conseguido, después de muchos
esfuerzos, que se confesasen catorce, negándose los otros dos incluso a
escucharnos.
Pudo decirse misa aquel día en
la capilla de la cárcel, antes de la ejecución. Misa a la que asistieron todos,
y durante ella un P. Carmelita que, como capellán militar, residía entonces en
Vinaroz, los iba preparando para la Sagrada Comunión, al mismo tiempo que los
animaba con la esperanza del Cielo.
Poco después del Evangelio,
pidieron confesión aquellos dos que no se habían confesado, y comulgaron los
dieciséis, y a todos ellos se les impuso el Santo Escapulario. Yo me retiré
después de la misa y no fui testigo presencial de los hechos que se
desarrollaron después, pero, que me refirieron al siguiente día todos los que
habían asistido a la ejecución. Cuando esposaron a los presos y los subieron al
camión, que los había de conducir al lugar donde habían de ser ejecutados, uno
de ellos empezó a blasfemar horriblemente. Ni las reconvenciones de sus
compañeros, ni las reflexiones que le hiciera el P. Carmelita y otro sacerdote
que los acompañaba, sirvieron para otra cosa que para enfurecerle más y para
que arreciara cada vez con mayor rabia en sus maldiciones y blasfemias.
Llegó, al fin, el momento de
la ejecución y las últimas palabras que pronunció aquel desgraciado fueron una
blasfemia y horrible maldición: maldijo a Dios, a la Iglesia, a los sacerdotes,
a los militares y hasta a su mujer y a sus hijos. Y con la maldición en los
labios y con la rabia más feroz reflejada en su rostro, cayó muerto
instantáneamente por la descarga del piquete.
Cuando el alférez que mandaba
las fuerzas se adelantó, horrorizado por aquel hecho, a reconocer con el médico
a los ajusticiados, vio en el suelo un objeto que le llamó poderosamente la
atención. Se inclinó para recogerlo, y ¿cuál no sería su asombro, y hasta su
pánico, cuando vio que era un Escapulario y cuando comprobó, después, que era
precisamente el de aquel que había muerto con la blasfemia y la maldición en
los labios?
Nunca olvidaré jamás la cara
de aquel alférez cuando, al día siguiente, vino a contarme el suceso,
enseñándome el Escapulario, que no quería soltar, y repitiendo como fuera de sí:
"He visto un milagro, señor cura, he visto un milagro."
Realmente el caso era
sorprendente e inexplicable. El Escapulario estaba intacto: no había saltado,
por tanto, roto por la metralla. El reo no se lo pudo quitar, porque tenía las
manos esposadas. No había caído, tampoco, en la dirección del cuerpo, sino en
dirección contraria; por eso lo encontró el alférez cuando se dirigía desde su
puesto de mando a reconocer a los ajusticiados.
La narración del alférez, la
que me hicieran por su parte el P. Carmelita y el otro sacerdote y también un
seglar que se hallaba presente en la ejecución, coincidían realmente en todos
los detalles.
La Santísima Virgen, nuestra
Madre, no había querido que aquel que murió blasfemando muriese con el Santo
Escapulario sobre su pecho.
REFLEXIÓN
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