En el cenáculo, María se
entregaba toda entera a la gloria eucarística de Jesús. Sabía muy bien que era
deseo del Padre que la Eucaristía fuera conocida, amada y servida de todos, que
el corazón de Jesús sentía necesidad de comunicar a los hombres todos sus dones
de gracia y de gloria. Porque la Iglesia fue instituida para darse Jesucristo
al mundo como rey y como Dios y para conquistar todas las naciones de la
tierra. Por eso todo su deseo era conocer y glorificar a Jesús en el santísimo
Sacramento. Su inmenso amor al hijo de sus entrañas necesitaba dilatarse,
abnegarse, para así aliviarse algún tanto de la pena que le producía la
imposibilidad en que se veía de glorificarle bastante por sí misma.
Por otra parte, los hombres se
hicieron hijos suyos en el calvario y ella los amaba con entrañas de madre,
queriendo el bien de ellos tanto como el suyo propio. Por eso ardía en deseos
de dar a conocer a Jesús en el santísimo Sacramento, de abrasar los corazones
en su amor, de ver a todos atados y encadenados a su amable servicio, de formar
para Él una guardia eucarística, una corte de fieles y abnegados adoradores.
Para lograr esta gracia, María
cumplía una misión perpetua de oración y penitencia a los pies de la adorable
Eucaristía, en la cual trataba de la salvación del mundo rescatado por la
sangre divina. Con su celo inmenso abarcaba las necesidades de los fieles de
todos los tiempos y lugares, que recibirían la herencia de la divina
Eucaristía.
Pero el oficio de que más
gustaba su alma era orar continuamente para que produjesen mucho fruto las
predicaciones y trabajos de los apóstoles y demás miembros del sacerdocio de
Jesucristo. Por eso no hay por qué extrañarse al ver que los primeros obreros
evangélicos convertían tan fácilmente reinos enteros, pues allá estaba María al
pie del trono de misericordia suplicando por ellos a la bondad del Salvador.
Predicaba con su oración y con su oración convertía almas. Y como quiera que
toda gracia de conversión es fruto de oración y la petición de María no podía
ser desestimada, en esta Madre de bondad tenían los apóstoles su mejor
auxiliadora.
“Bienaventurado aquel por
quien ora María”. Los adoradores participan de la vida y del oficio de oración
de María a los pies del santísimo Sacramento, que es ciertamente el oficio más
hermoso y el que menos peligros presenta. Es también el más santo, porque es
ejercicio de todas las virtudes. Es el más necesario para la Iglesia, que
necesita más almas de oración que predicadores, más hombres de penitencia que
de elocuencia. Hoy más que nunca hacen falta varones, que, con su propia
inmolación, aplaquen la cólera de Dios, irritado por los crímenes siempre
crecientes de las naciones. Hacen falta almas que con sus instancias vuelvan a
abrir los tesoros de gracia cerrados por la indiferencia general. Hacen falta
adoradores verdaderos, esto es, hombres de fuego y de sacrificio. Cuando éstos
sean numerosos cerca de su divino jefe, Dios será glorificado y Jesús amado,
las sociedades se harán cristianas, serán conquistadas para Jesucristo por el
apostolado de la oración eucarística.
San Pedro Julián
Eymard
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