domingo, 16 de enero de 2022

MARÍA, APÓSTOL DE LA GLORIA DE JESÚS

 


En el cenáculo, María se entregaba toda entera a la gloria eucarística de Jesús. Sabía muy bien que era deseo del Padre que la Eucaristía fuera conocida, amada y servida de todos, que el corazón de Jesús sentía necesidad de comunicar a los hombres todos sus dones de gracia y de gloria. Porque la Iglesia fue instituida para darse Jesucristo al mundo como rey y como Dios y para conquistar todas las naciones de la tierra. Por eso todo su deseo era conocer y glorificar a Jesús en el santísimo Sacramento. Su inmenso amor al hijo de sus entrañas necesitaba dilatarse, abnegarse, para así aliviarse algún tanto de la pena que le producía la imposibilidad en que se veía de glorificarle bastante por sí misma.

Por otra parte, los hombres se hicieron hijos suyos en el calvario y ella los amaba con entrañas de madre, queriendo el bien de ellos tanto como el suyo propio. Por eso ardía en deseos de dar a conocer a Jesús en el santísimo Sacramento, de abrasar los corazones en su amor, de ver a todos atados y encadenados a su amable servicio, de formar para Él una guardia eucarística, una corte de fieles y abnegados adoradores.

Para lograr esta gracia, María cumplía una misión perpetua de oración y penitencia a los pies de la adorable Eucaristía, en la cual trataba de la salvación del mundo rescatado por la sangre divina. Con su celo inmenso abarcaba las necesidades de los fieles de todos los tiempos y lugares, que recibirían la herencia de la divina Eucaristía.

Pero el oficio de que más gustaba su alma era orar continuamente para que produjesen mucho fruto las predicaciones y trabajos de los apóstoles y demás miembros del sacerdocio de Jesucristo. Por eso no hay por qué extrañarse al ver que los primeros obreros evangélicos convertían tan fácilmente reinos enteros, pues allá estaba María al pie del trono de misericordia suplicando por ellos a la bondad del Salvador. Predicaba con su oración y con su oración convertía almas. Y como quiera que toda gracia de conversión es fruto de oración y la petición de María no podía ser desestimada, en esta Madre de bondad tenían los apóstoles su mejor auxiliadora.

“Bienaventurado aquel por quien ora María”. Los adoradores participan de la vida y del oficio de oración de María a los pies del santísimo Sacramento, que es ciertamente el oficio más hermoso y el que menos peligros presenta. Es también el más santo, porque es ejercicio de todas las virtudes. Es el más necesario para la Iglesia, que necesita más almas de oración que predicadores, más hombres de penitencia que de elocuencia. Hoy más que nunca hacen falta varones, que, con su propia inmolación, aplaquen la cólera de Dios, irritado por los crímenes siempre crecientes de las naciones. Hacen falta almas que con sus instancias vuelvan a abrir los tesoros de gracia cerrados por la indiferencia general. Hacen falta adoradores verdaderos, esto es, hombres de fuego y de sacrificio. Cuando éstos sean numerosos cerca de su divino jefe, Dios será glorificado y Jesús amado, las sociedades se harán cristianas, serán conquistadas para Jesucristo por el apostolado de la oración eucarística.

 

San Pedro Julián Eymard



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