En una medianoche iluminada
con luz celeste como de Nochebuena -la del 18 de julio de 1830- aparecióse por
primera vez la Virgen Santísima a Santa Catalina Labouré, Hija de la Caridad de
San Vicente de Paúl.
Y le habló a la Santa de las
desgracias y calamidades del mundo con tanta pena y compasión que se le anudaba
la voz en la garganta y le saltaban las lágrimas de los ojos.
¡Cómo nos ama nuestra Madre
del Cielo! ¡Cómo siente las penas de cada uno de sus hijos! Que tú recuerdo y
tu medalla, Virgen Milagrosa, sean alivio y consuelo de todos los que sufren y
lloran en desamparo.
De las manos de María
Milagrosa, como de una fuente luminosa, brotaban en cascada los rayos de luz. Y
la Virgen explicó: "Es el símbolo de las gracias que Yo derramo sobre
cuantas personas me las piden", haciéndome comprender -añade Santa Catalina-
lo mucho que le agradan las súplicas que se le hacen, y la liberalidad con que
las atiende.
La Virgen Milagrosa es la
Madre de la Divina Gracia que quiere confirmar y afianzar nuestra fe en su
omnipotente y universal mediación. ¿Por qué, pues, no acudir a Ella en todas
nuestras necesidades?
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