¡Madre de Dios, pide por mí! |
Cuando un hombre a quien han ofendido quiere vengarse, muchas veces no puede; pero en Dios no es así: si quiere, puede castigar el pecado y vengarse de sus enemigos. Puede quitarnos la salud, los bienes, nuestros padres o la vida. Si quiere, lo puede hacer en un instante. Al que está en pecado mortal puede castigarle con muerte repentina. Si lo quiere hacer, ¿quién se lo impedirá? Y tú, infeliz, ¿sabes cuál es en esta parte la voluntad de Dios? No. Pues si no lo sabes, ¿cómo te atreves a pecar y a dormir tranquilo en el pecado?
Ahora bien; has de saber que Dios te quiere castigar. Si has pecado, ten por cierto que Dios se ha de vengar de ti y te ha de castigar en esta vida o en la otra. O penitencia, o infierno. Adán y Eva alcanzaron perdón y se salvaron; pero la pena temporal de su pecado dura todavía. Tú dices: «Un pecado más o menos poco importa» ¡Insensato! ¿No te importa nada un castigo más o menos?
Aun en este mundo castiga Dios el pecado. Las enfermedades, las desgracias en las familias, aquel empleo perdido, aquellas esperanzas frustradas, la calumnia que os levantaron, esas tentaciones tan molestas y continuas que sientes, ¿qué otra cosa son sino castigos del pecado, por más que tú, por estar ciego, no lo conozcas? Y si acaso alguna vez logras satisfacer tus apetitos, y todos tus negocios caminan felizmente, no dudes que éste es un castigo mayor y más terrible, porque te sirve de medio para permanecer en tu mala vida, para añadir pecados a pecados y amontonar leña para el fuego eterno. ¿Será, por ventura, que ya no sientes remordimientos de conciencia ni temes el castigo de la ira divina? ¡Ay de ti, que todo su rigor está pesando sobre tu frente! Si hay alguno en el mundo que tenga necesidad del valimiento de María, eres tú.
Si Dios hasta ahora no te ha
castigado, debes atribuirlo a la intercesión de María; ¡pero infeliz de ti si
desde luego no te enmiendas! Vivía un señorito noble en la provincia de Toledo
encenagado en sus vicios, aunque conservaba algunas devociones a la Virgen.
Cansado el Señor de sufrirle, estaba ya resuelto a castigar sus escándalos y
pronto a dar licencia a la muerte para que le arrebatase repentinamente, según
vio cierta persona de santa vida; pero vio también que, interponiendo sus
ruegos la sacratísima Virgen, le respondió su divino Hijo: «Por vuestro amor le
concedo treinta días de término para hacer penitencial, pero si pasan sin
haberse enmendado, se efectuará indefectiblemente la sentencia». Esta persona
piadosa, movida de caridad, descubrió la visión a un sacerdote para que avisase
al caballero; avisóle al instante, y con sus buenas razones logró que se
confesase y le dejó resuelto a mudar de vida; pero en vano porque a poco volvió
a recaer. Verdad es que acudió segunda vez al confesor proponiendo corregir su
mala costumbre; más lejos de hacerlo así, se encenagó en sus vicios peor que
antes. Desde entonces huía del confesor, y encontrándole acaso un día en la
calle, con rostro airado y muy grosero le dijo: «Padre, a vuestros negocios,
que conmigo nada tenéis que ver» Llega por fin, la noche en que se cumplían los
treinta días; el joven, no haciendo caso de la amenaza del cielo, permanecía en
su mal estado con más libertad que nunca; cuando a eso de media noche se siente
el infeliz asaltado de agudísimos dolores: Acuden a los gritos los que estaban
cerca, corren a buscar al confesor llega, pero por más que hizo exhortándole
confiar en la protección de María Santísima, todo fue en vano; el miserable,
dando una voz espantosa, dijo: «¡Ay, que me han atravesado el corazón!», y
expiró al punto.
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