No es una escena sentimental
inventada por algún poeta cristiano para conmover a los hombres. No se trata
del guion cinematográfico de una terrible tragedia. Lo dice expresamente el
Evangelio: «Stabat iuxta crucem Iesu Mater eius»: «Estaba junto a la cruz de Jesús,
su Madre». Lo dice expresamente el Evangelio. ¡Pobrecita! Lo ha
contemplado todo. Ha visto cómo desnudaban a su divino Hijo. Ha sentido en su
carne virginal el dolor profundo del divino Mártir cuando le taladraban las
manos y los pies para coserlos al madero de la cruz- Ha escuchado su primera y
segunda palabras llenas de perdón, de amor y de misericordia. Ve que se está
muriendo de sed en medio de espantosos tormentos.
Cuando matan a un corderuelo,
apartan a la pobre ovejita para que no lo contemple, María tiene que estar
allí. ¡Tiene que estar allí! Estaba predestinado por Dios. ¡Qué maravillosa
antítesis o paralelismo antitético: Adán-Eva, Cristo-María! Adán nos perdió a
todos con la complicidad de Eva, Cristo nos salvó a todos, iba a decir, con la
complicidad de la Santísima Virgen María. Tenía que ser la Corredentora de la
humanidad y lo fue. Por eso permaneció de pie en lo alto de la colina del
Calvario, junto a la cruz de Jesús. Martirio inefable. Absolutamente
indescriptible. ¡Pobrecita! ¡¡Cómo hubiera querido abrazarse a la cruz, para
socorrer a su divino Hijo! Pero la apartaron brutalmente. No la dejaron
acercar.
En nuestro Museo del Prado hay
un cuadro magnífico que representa a San Bernardo indeciso, vacilante. No sabe
qué hacer. Tiene delante un gran Crucifijo y a la Virgen Santísima de los
Dolores contemplándole. El artista ha sabido recoger genialmente el instante en
que San Bernardo no sabe dónde mirar, si a Cristo o a la Virgen, a la Virgen o
a Cristo.
Son dos estrofas de una única
sinfonía. Son dos episodios de un mismo drama, del drama redentor. La Santísima
Virgen María, la Corredentora de la humanidad, contemplando el martirio
inefable de Nuestro Señor, mezclando las lágrimas virginales de sus ojos
purísimos a las gotas de sangre que iban corriendo desde lo alto de la cruz.
Son dos aspectos de un mismo y gigantesco drama.
La Virgen María es nuestra
Corredentora. Nos salvó juntamente con Nuestro Señor Jesucristo. Pero ¡a precio
de qué dolor! El martirio de la Santísima Virgen María es incomparablemente más
trágico que el sacrificio que se le pidió al Patriarca Abraham cuando Dios le
ordenó inmolar a su hijo Isaac. Porque el Patriarca Abraham era el padre, no la
madre; y porque el sacrificio que se le pidió fue solamente intencional: no
llegó a consumarse. En el Calvario no es el padre, sino la Madre, y el
sacrificio se está consumando trágicamente. Y no de un golpe, sino gota a gota.
¡Martirio inefable! «Oh, vosotros los que cruzáis por los caminos de la vida, mirad y ved
si hay dolor semejante a mi dolor».
No pudo abrazarse a la cruz de
Jesús. Estaba prohibido terminantemente acercarse a la cruz de los
ajusticiados, y la soldadesca seguramente apartaría con un gesto brutal a la
Santísima Virgen si en algún momento quiso intentarlo. Pero estaba cerquita, y
Jesús podía dirigirle la palabra sin levantar demasiado la voz. Imaginemos la
escena, señores. Sería mejor que callásemos, que rompiésemos a llorar, que nos
pusiéramos de rodillas... Pero yo tengo que reproducir la escena en la forma
que pueda, con mi palabra torpe y vacilante. Jesús estaría contemplando desde
lo alto de la cruz, a través de sus ojos cargados de sangre, a la Virgen María,
imagen viviente del dolor en su máxima expresión. Allí estaba la Corredentora
del mundo. ¡Cómo se aumentarían los dolores internos de Jesucristo viendo
sufrir a su Madre santísima de manera tan espantosa! Pero Él tenía que permitir
aquello. Tenía que permitirlo, porque estaba decretado por Dios: una primera
pareja, Adán y Eva, perdieron al mundo; una segunda pareja. Cristo y María,
tenían que salvarlo. Tenían que estar allí los dos, y El, obediente a la voluntad
de su Eterno Padre, consentía en el martirio de su Madre santísima; y la
Santísima Virgen María tenía que consentir y aceptar el martirio de Jesús, su
Hijo inocente, para salvarnos a nosotros, los hijos de traición.
Pero Jesús la tenía muy
cerquita, la miraba con inefable dulzura. ¡Cómo sería la última mirada que
Nuestro Señor Jesucristo dirigió a su Madre queridísima! Cosas inefables,
señores. Para caer de rodillas. Para callar. ¡Cómo la miraría!
Y le dijo: «Mujer,
ahí tienes a tu hijo...», Y fijándose en Juan, el discípulo amado: «Ahí
tienes a tu Madre».
Esta fue la tercera palabra,
la tercera frase que pronunció Nuestro Señor Jesucristo en la cruz, vamos a
explicarla un poco. El sentido literal, material, tal como suenan las palabras,
era sencillamente éste: un buen hijo que está cumpliendo el cuarto mandamiento
de la Ley de Dios, que nos manda honrar al padre y a la madre. Sabía que iba a
morir dentro de breves momentos, San José había muerto ya. La Santísima Virgen
María no tenía a nadie en este mundo. Quedaba completamente sola. Y pensando en
su Madre, pensando en el porvenir humano de su Madre, cumpliendo
maravillosamente el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, pensando en Ella como
buen Hijo, exclama: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
¿Por qué le dice «mujer»
y no «madre»?.,.
Ah, señores, qué maravilloso episodio. El Evangelio es divino, no sobra ni
falta una sola palabra. ¿Por qué dijo mujer y no madre?
Dos son las interpretaciones
principales que se pueden dar, y las dos son maravillosas.
En primer lugar, para no
atormentarla más. ¡Madres que me escucháis, las que habéis perdido a un hijo en
la flor de su juventud! ¿Recordáis? Cuando se os moría por momentos, cuando con
los ojos moribundos os dijo por última vez: «¡Madre!», ¿os acordáis?
¡Cómo se os grabó en el alma aquella palabra, qué espina tan aguda! La tenéis
todavía clavada en el corazón. La palabra «madre» en un hijo moribundo es como
una puñalada, como una saeta que se clava en el corazón. Y Jesucristo, para no
hacerla padecer más, para no atormentarla más con esa palabra tan dulce, tan
tierna, tan delicada, para no destrozarle todavía más aquel corazón sangrante,
renuncia a la dulzura de llamarla «Madre», y le dice: «¡Mujer!».
Pero, además, Cristo pronunció
esa palabra para fiarnos a entender a todos que Ella era la «mujer».
En la mañana del Viernes
Santo, Poncio Pilato. Procurador romano, sin saber lo que decía, pero
cumpliendo los designios de Dios, señaló a Jesucristo: «Ecce homo»: ahí tenéis
al hombre. ¡AI Hombre! Al prototipo de la humanidad noble, elevada, santa,
sobrenatural. ¡Ahí tenéis al hombre; al prototipo del hombre!
Y Nuestro Señor Jesucristo,
desde lo alto de la cruz, replica: ¡Ahí tenéis a la mujer! Al prototipo, al
ideal más sublime de la mujer.
María era la mujer predestinada,
la mujer por excelencia, anunciada ya en las primeras páginas del Génesis, el
primer libro de la Sagrada Escritura. Al relatar la escena del paraíso
terrenal, cuando Dios se dirige indignado a la serpiente infernal, que había
seducido a nuestros primeros padres, le dice: «Pondré enemistades entre ti y la
mujer, entre tu linaje y el suyo. El linaje de la mujer aplastará tu cabeza y
tú le pondrás asechanzas a su calcañal».
Era María la mujer anunciada
en el libro del Génesis, en la aurora del mundo, en el primer día de la
humanidad. ¡Ahí tenéis a la mujer!
«¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!»
Juan será tu hijo. Él se encargará de tu sustento. Yo me voy a mi Padre, pero
no te dejaré huérfana en el mundo. Juan se encargará de ti.
Y dirigiéndose con inefable ternura
a Juan: «Hijo, ahí tienes a tu Madre». Era como decirle: ¡Cuídamela
bien..., cuídamela bien..., es mi Madre y también la tuya!
«¡Hijo, ahí tienes a tu Madre!».
¡Cómo la recibiría San Juan!
Aquel joven apóstol, que ya la adoraba por ser la Madre de Jesús, cuando se
sintió dueño de aquel tesoro que le había dejado en testamento su divino
Maestro, ¡cómo la recibiría junto a su corazón de hijo! ¡Qué perla! ¡Qué joya
le dejó Nuestro Señor en testamento al evangelista San Juan, a su discípulo
amado, al discípulo virgen! La Madre Virgen, para el discípulo virgen. La
pureza encomendada a la pureza. ¡Cómo recibiría San Juan a la Santísima Virgen
María, cómo se la llevaría a su casa, con qué cariño la trataría! ¡Cómo la
mimaría, con una ternura más que filial!
Fr. Antonio Royo Martín
O. P.
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