¿Quién es ésta que
surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol?
Grande debió ser la admiración de
los santos ángeles cuando vieron a la Santísima Virgen, Madre de Dios, Ascender
al cielo en cuerpo y alma al término de su vida terrena. Aquella que les había
sido vaticinada como la gran Reina a la que debían vasallaje para alcanzar la
bienaventuranza eterna, por fin entraba en sus dominios, glorificada por su
Hijo Dios en todo su ser, cuerpo y alma.
• Era una aurora que se levantaba, la primicia de todos los que deben resucitar con vida gloriosa, a título de miembros de Cristo y de hijos de María.
• Era Bella como la luna, pues no tenía, por así decir, luz propia: solo Cristo es verdadero sol que, en su transfiguración, nos muestra que a Él le correspondía tener una naturaleza humana glorificada, a pesar de que Él veló esa gloria que le correspondía para poder padecer por nosotros; mientras que la Santísima Virgen es la luna del mundo sobrenatural: ningún astro más hermoso que Ella, pero Ella recibe del Sol, que es Cristo, toda su gloria.
• Pero también, a su modo, le tocaba a la Virgen ser refulgente como un sol, pues la gloria que hoy se manifiesta en la Virgen, de Ella debe comunicarse un a todos nosotros.
Es este misterio de la Asunción
la culminación de todos los misterios de la Virgen. Podríamos decir que Nuestra
Señora es una hermosa catedral en que su divino Hijo ha ido colocando paso a
paso las diferentes columnas; que deben sostener la cúpula final que la
completa y acaba: los pilares son como los privilegios que Nuestra Señora
recibe en vida, pero todos ellos sólo encuentran su perfección en la glorificación
definitiva de la Virgen por la Asunción, y por eso todos apuntan hacia la
Asunción como hacia su fin. Es lo que hermosamente explica el Papa Pío XII,
dejando hablar a los Santos Padres, en la bula “Munificentissimus Deus”, en la que define el dogma de la Asunción
de María.
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