El papel de la Santísima Virgen durante la vida pública de su Hijo estaba totalmente oculto: una vida de contemplación amorosa, oración y sacrificio. Una parte esencial de este sacrificio fue su soledad.
¡Pero qué soledad! Pensemos en una pobre viuda cuyo único hijo está en la guerra: ¡qué angustia! Se le dice que debe participar en una batalla muy peligrosa, ¡qué agonía! Y por fin se le dice que la muerte es inevitable, ¡qué tortura! Qué amarga soledad para una tal madre, cuya vida puede compararse a un camino abandonado que termina en el desierto.
¿Pero qué son estos ejemplos
de soledad humana comparados con la vida de la Madre de Dios? ¡Para ella, su
hijo Jesús y su esposo, San José, lo eran todo! San José había fallecido y su
único hijo la dejó para cumplir su obra de redención. Ella sabía muy bien que
esto consistía en una tremenda lucha que evidentemente terminaría en la más
horrible muerte.
Cuando había perdido a Jesús a
la edad de doce años, San José estaba allí para apoyarla y consolarla, pero
ahora no tiene a nadie. En aquel entonces el dolor duró tres días, ahora dura
años.
En ese momento su corazón
estuvo sin duda atormentado por el inmenso misterio y por el miedo a una
desgracia, pero ahora estaba atormentado por la certeza de que la muerte
desgarradora llegaría pronto.
Cuanto más profundamente se
contempla la vida solitaria de María, tanto más uno se asombra y se estremece
por el inagotable dolor y las muchas lágrimas que nuestra Madre celestial unió
para nuestra salvación, al sudor, al esfuerzo y el dolor de Jesús en su vida
pública.
En la muerte o ausencia de un
ser querido, el sufrimiento es tanto mayor, cuanto más larga sea la convivencia,
cuanto mayor sea la intimidad, la armonía, la comprensión mutua, y cuanto más
duren las pruebas sufridas juntos.
La separación, por lo tanto,
provoca la disolución de un denso entramado de hábitos, entendimientos y
afectos, que habían sido firmemente consolidados por innumerables recuerdos
familiares. Así, la vida entera parece perder su sostén natural y disolverse.
Pensemos aquí en la estrecha
intimidad de María en los largos años de Nazaret con su amado esposo y el Hijo
Divino, que estuvo “sujeto” a ella hasta los treinta años. Hay que recordar que
los niños suelen dejar la casa paterna mucho antes.
En las personas, los recuerdos
del pasado se desvanecen con el paso del tiempo, y así se alivia el dolor.
¿Pero cómo se puede imaginar esto en un alma tan profunda como la de María?
La gente puede dirigir su
mente a otras cosas y ser absorbida por nuevas impresiones que facilitan el
olvido. Pero, ¿qué podría atraer más la atención de María sino sólo Jesús?
Normalmente los que están
solos tienen otras personas (hijos, parientes y amigos) para consolarlos, para
María sólo estaba Jesús, que era su todo. En cuanto a sus parientes y amigos,
aprendemos de las Sagradas Escrituras que por su incredulidad le causaron mucho
sufrimiento a la Madre de Dios.
A través de su soledad durante
la vida pública de Jesús, la Santísima Virgen obtuvo innumerables gracias para
nosotros. Se presenta ante nosotros como Corredentora, profundamente unida en
sus sacrificios al sacrificio de vida de su Hijo para nuestra salvación eterna.
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