Santa
María, Madre poderosa de los hombres
La Sagrada Escritura presenta
a la Virgen María íntimamente unida a su Hijo Divino y siempre solidaria con
Él. Madre e Hijo aparecen estrechamente asociados en la lucha contra el enemigo
infernal hasta la plena victoria sobre él. Esta victoria se manifiesta, en
particular, con la derrota del pecado y de la muerte, es decir, con la derrota
de aquellos enemigos que San Pablo presenta siempre unido (cf. Rm 5, 12. 15-21;
1 Co 15, 21-26). Por eso, como la Resurrección gloriosa de Cristo fue el signo
definitivo de esta victoria, así la glorificación de María, también en su
cuerpo virginal, constituye la confirmación final de su plena solidaridad con
su Hijo, tanto en la lucha como en la victoria.
De este profundo significado
teológico del misterio se hizo intérprete el siervo de Dios Papa Pío XII, al
pronunciar, el 1 de noviembre de 1950, la solemne definición dogmática de este
privilegio mariano. Declaró: “Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente
unida a Jesucristo desde toda la eternidad, `por un solo y mismo decreto´ de
predestinación, inmaculada en su Concepción, Virgen integérrima en su divina
maternidad, generosamente asociada al Redentor Divino, que alcanzó pleno
triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona
suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro
y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo
y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha
de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos” (Const. Munificentissimus Deus:
AAS 42 [1950] 768-769).
Queridos hermanos y hermanas,
María al ser elevada a los cielos, no se alejó de nosotros, sino que está aún
más cercana, y su luz se proyecta sobre nuestra vida y sobre la historia de la
humanidad entera. Atraídos por el esplendor celestial de la Madre del Redentor,
acudimos con confianza a Ella, que desde el cielo nos mira y nos protege.
Todos necesitamos su ayuda y
su consuelo para afrontar las pruebas y los desafíos de cada día. Necesitamos
sentirla Madre y Hermana en las situaciones concretas de nuestra existencia. Y
para poder compartir, un día, también nosotros para siempre su mismo destino,
imitémosla ahora en el dócil seguimiento de Cristo y en el generoso servicio a
los hermanos. Este es el único modo de gustar, ya durante nuestra peregrinación
terrena, la alegría y la paz que vive en plenitud quien llega a la meta
inmortal del paraíso.
De las palabras de SS Benedicto XVI en el rezo del Ángelus,
el día 15 de agosto de 2007
Propuesta de una
flor a la Virgen: Invita a una persona a rezar el Santo Rosario contigo
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