¿Y a quién he de acudir yo
sino a Ti, que eres el alivio de los miserables, el refugio de los
desamparados, el consuelo de los afligidos? ¡Ah, sí; lo confieso: abrumada
miserablemente mi alma bajo el enorme peso de las culpas, no merece más que el
infierno y es indigna de recibir tus favores! Mas, ¿no eres Tú la esperanza de
quién desespera, la poderosa Medianera entre Dios y el hombre, la Abogada ante
el trono del Altísimo, el Refugio de los pecadores? ¡Ah, basta que digas una
sola palabra en mi favor a tu divino Hijo, para que Él te escuche! Pídele,
pues, ¡oh Madre!, la gracia que tanto necesito… (se pide la gracia que se
desea). Sólo Tú puedes obtenérmela. Tú que eres mi única esperanza, mi
consuelo, mi alegría, mi vida. Así lo espero, así sea, mientras de todo corazón
te saludo e invoco por mi Soberana y por Reina del Santísimo Rosario… Salve
Regína, Mater misericodiae...
Y esa lágrima parece decir; ¡oh Madre mía! Decid qué deseáis; todo lo mío es también vuestro ¿Esta concedido; Jesús ha sido ganado! ¡Ha sido tocado en su punto flaco! Ahora pide; lo obtendrás todo, absolutamente todo lo que sea conforme a la gloria de Dios y no perjudique a tu salvación. ¿No es consoladora y confortante esa certeza de ser oído y esa seguridad de poder decir; yo puedo alcanzarlo todo de mi Divino Salvador y Él no me puede negar nada? Pruébalo, y experimentarás que no es ficción piadosa sino dulce realidad. En las penas, en las tentaciones, ve a Jesús con esta simple expresión: "Jesús, aquí tenéis a vuestra Madre!
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