¡Madre Santa de mi Dios!, que sienta yo los latidos de tu Corazón que latió siempre al unísono con el Corazón Divino |
Aunque ya desde la eternidad
Dios había predestinado a María a ser Madre de su Hijo, no quiso lo fuese
inconscientemente, sino que, llegada la hora de realizar su designio, quiso
pedir a la Virgen humilde su consentimiento. El mensaje del Ángel revela a
María la altísima misión que Dios la ha reservado: “Tú concebirás en tu seno y
darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (S. Lc. 1, 31) María
pregunta y el Ángel le explica el misterio de su maternidad, que se obrará sin
menoscabo de la virginidad. ¿Qué puede hacer María, sino consentir? No es la
primera vez que su voluntad si pierde en la del Señor: desde el principio de su
existencia Ella vive en estado de perfecta unión con Dios, cuya característica,
precisamente, es la plena conformidad de la voluntad humana con la divina. Por
eso María da su consentimiento, dice su “fiat”, con todo el amor de su alma,
acepta voluntariamente y voluntariamente se abandona a la acción de Dios. En el
mismo instante se realiza el misterio y desde ese momento sublime la Virgen
tiene a Dios presente en sí, no sólo espiritualmente, como todas las almas en
gracia, sino también físicamente. El Verbo de Dios, dice San Pedro Damiano,
está presente en María “por identidad de naturaleza”, porque se ha hecho una
cosa con Ella, como el hijo es una sola cosa con la madre. Identidad de
naturaleza por la carne y por la sangre, por la vida corporal que María
comunica al Hijo; identidad de gracia por la sobreabundancia de vida
sobrenatural que el Hijo comunica a la Madre; identidad de afectos, de deseos,
de sentimientos, que el Corazón de Jesús imprime en el Corazón de María. Nadie
puede decir con tanta realidad como María aquel: “Ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí” (Gál. 2, 20)
¡Inmenso y maravilloso
misterio! Y en el paisaje de este misterio encontramos el “sí” de una humilde
criatura humana. Dios ha creado al hombre libre; por eso, aun cuando determina
obrar en él alguna maravilla, no quiere hacerla sin su consentimiento. Dios,
con su gracia, quiere transformarnos, quiere santificarnos, pero, para cumplir
esta obra sublime, espera nuestro “sí”. Que nuestro “sí” sea pleno y total como
lo fue el de María y entonces Dios realizará en nosotros su obra.
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