Haz tú esta piadosísima meditación con María, vete con Ella quitando aquellas espinas una a una, con mucho cuidado, como si aún sufriera con ellas Jesús |
Jesús muerto en los brazos de su Madre.- Imagínate aquel cuadro.
Pendiente de la Cruz el cadáver de Cristo, lleno de largos manchones de sangre
cuajada, cubierto de heridas, materialmente deshecho, sin belleza ni hermosura,
ni casi figura humana; labios exangües, ojos sin vida; aquello no es más que
eso, ¡un cadáver! Y es el ¡Hijo de Dios!, ¡qué misterio!
A los pies de la Cruz, un
grupo de almas buenas, llora sin cesar. Grande, muy grande es su dolor, pero
¿cómo compararlo con el de aquella Madre que llora la pérdida de su Hijo?
¡Pobre Madre! ¿Qué va a hacer ahora sin su Hijo? Quizás, en medio del dolor,
comenzó a preocuparla la sepultura de su Hijo, pero ¿cómo y dónde?, ¿si Ella no
tenía sepultura, ni medios para comprarla?, ¿si sus amigos se habían ocultado
unos y otros se habían hecho enemigos? ¿A dónde acudir? ¿Quién bajará a su
Jesús de la Cruz? ¡Qué consuelo en medio de su pena, cuando ve a aquellos
santos varones que van a cumplir este piadoso oficio! ¡Qué agradecimiento no
guardará Ella en su Corazón!
Y, efectivamente, con gran
cuidado le bajan de la Cruz y depositan el Santo Cuerpo, en brazos de María.
Póstrate en espíritu junto a esa Madre y medita con Ella, porque ¿qué meditación
haría la Virgen entonces? ¿Cómo iría recordando ante la vista de aquel Cuerpo,
todos y cada uno de los tormentos de la Pasión? Ahora recordó todo lo pasado,
las escenas de Belén, los idilios de Nazaret, los días felices en que Ella
cuidaba de su Hijo, como ninguna madre lo ha podido hacer.
Ahora entendió de una vez, lo
que significa la espada de Simeón, que toda la vida llevó atravesada en su
Corazón. Ahora comprendió lo que era ser Madre nuestra. ¡Madre de los
pecadores!, que así habían puesto a su Hijo. Y ¿a esos precisamente iba Ella a
amar? ¿A esos querer como a hijos, cuando así habían hecho sufrir a su Jesús?
¡Oh, qué dolorosa maternidad! Y, sin embargo, besando, una a una aquellas
heridas, iría repitiendo: “Soy la esclava del Señor, hágase en mí tu Divina
voluntad”
Haz tú esta piadosísima
meditación con María, vete con Ella quitando aquellas espinas una a una, con
mucho cuidado, como si aún sufriera con ellas Jesús. Limpia aquellos ojos y
aquel rostro afeado con tantas salivas y sangre, toca aquellas manos y pies
agujereados y besa, besa aquel costado abierto y no apartes tus ojos de aquel
corazón que se ve por la herida, sin vida, sin latir, sin movimiento, pero no
sin amor y en cada herida, recuerda tus pecados y mira lo que has hecho con
ellos.
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