EL MILAGRO DE LA MINA
En una región montañosa, en tierras europeas, se erguía
un suntuoso castillo, cuya fachada, adornada con magníficos escudos y florones,
bien representaba la riqueza de virtudes de los que allí residían. Era la
propiedad del bondadoso duque Gregorio, a quien el pueblo lo quería mucho, no
sólo por su rectitud y la justicia con que gobernaba el lugar, sino también por
su robusta fe, su leal caridad y su enorme amor a la Soberana del universo,
María Santísima.
La advocación por la cual sentía una devoción especial
era la de Reina de los Ángeles, de la que poseía una atrayente imagen de
alabastro, colocada a la entras de su castillo. Era de una belleza
indescriptible e incluso a veces parecía estar viva, dada su gran expresividad.
Al llegar o salir de la residencia, el
noble señor siempre le hacía una venia, saludando a la Virgen celestial, y si
había algún caso difícil de resolver hacía allí se dirigía, a fin de pedirle
consejos y luces, y actuar según el agrado de su Divino Hijo.
El duque Gregorio y su esposa, la duquesa Ana Clara, a
menudo organizaban fiestas en honor a la Madre de Dios, no sólo para aumentar
el amor que ellos le tenían, sino también para inculcarlo en sus súbditos. El
evento comenzaba con una Misa Solemne y a continuación era ofrecido un generoso
banquete con deliciosas iguarias, ideado por la misma duquesa, que insistía en
acompañar personalmente la labor culinaria, así como se esmeraba en la
decoración de los salones, iluminándolos con velas de colores y flores
perfumadas, cuidadosamente arregladas en estupendos jarrones de cristal.
Un día de octubre, cuando el viento del noroeste se había
vuelto más intenso y las hojas de los árboles empezaban a caer en cantidad, el
duque quiso visitar las famosas minas de oro de la región, acompañado por sus
valientes caballeros que montaban briosos corceles, enjaezados con elegancia.
Las lluvias otoñales habían encharcado tanto la tierra que al paso del fuerte
galopar de los animales iba cediendo con facilidad.
Al llegar a la primera mina, se bajaron de sus monturas y
entraron en una de las galerías para apreciar el intenso trabajo de los
mineros. No habían pasado ni cinco minutos, cuando oyeron un terrible
estruendo… Antes que lograran alcanzar la salida se hizo una enorme oscuridad.
Unos gritaron, hubo varios encontronazos y se armó un tremendo alboroto.
Entonces se oyó la sonora voz del duque invocando a la
Reina de los Ángeles y se estableció el silencio. Todos respondieron a la jaculatoria
y, más tranquilos, pudieron averiguar lo que había pasado: una parte de la
montaña se derrumbó y cerró el acceso a la galería. Se habían quedado prisiones
irremediablemente. No se podía hacer nada… ¿Nada? ¡Claro que sí! Invocaron la
protección de la Virgen, prometiéndole que harían una peregrinación hasta el
monasterio de las Clarisas, que estaba a varios kilómetros de distancia desde
el castillo, si los salvaba. Con toda confianza empezaron a rezar y a cantar en
alabanza a Jesús y su Madre.
Al tener conocimiento del terrible derrumbamiento, muchos
se afligieron y los dieron por muertos. Sin embargo, la duquesa no perdió la
calma, pues sabía a quién recurrir: a la misma Madre que en aquel momento era
invocada con fervor por las víctimas del accidente. Y la primera providencia
que tomó fue buscar al capellán del castillo para pedirle que celebrase una
Misa para que fuesen encontrados sanos y salvos. A continuación, ordenó que
comenzaran la búsqueda en la mina.
Mientras tanto, una virtuosa religiosa del monasterio de
las Clarisas, que no sabía nada del accidente, estando en oración recibió una
revelación sobre el sitio exacto donde
se encontraban los supervivientes, así como
las medidas a ser tomadas para rescatarlos cuanto antes.
La buena religiosa buscó a su superiora, que enseguida
notó que se trataba de una gracia mística, y las dos fueron hasta el castillo
para trasmitirle a la joven dama el recado de la Reina de los Ángeles. La noble
señora las recibió con mucha deferencia, porque ese monasterio gozaba de su
especial protección, ya que en el Bautismo había recibido el nombre de la Santa
fundadora de esa Orden y tenía por ella gran devoción.
Al oír el mensaje, la duquesa decidió ir ella misma hasta
el lugar, acompañada por las religiosas, y les fueron indicando a los obreros
donde debían escavar.
Después de haber transcurrido algunos días, empezaron a
oír unas voces que cantaban vigorosamente la “Salve”. Se apresuraron con la
excavación y en poco tiempo hallaron al duque y a toda su comitiva. Pero lo más
impresionante fue que estaban contentos, con una fisonomía saludable e incluso
parecían luminosos, a pesar de no haber visto el sol desde hacía varios días.
Una vez finalizado el rescate, en medio de la alegría
general, le preguntaron al duque cómo era posible que estuvieran en tan buen
estado, después de haber permanecido tanto tiempo enterrados. Respondió, con
vehemente entusiasmo, que todo se lo debían a María Santísima, porque Ella, en
su inconmensurable bondad, no los había abandonado ni un solo instante. Poco
después del derrumbamiento, descubrieron un almacén con alimentos suficientes
como para mantenerlos durante algunas semanas… Y esto había ocurrido en el
exacto momento en el que se estaba celebrando
la Santa Misa en el castillo.
Llenos de asombro, manifestaron su gratitud a Dios y a su
Madre Santísima, y cuando pasaron algunos días, fieles a la promesa que le
hicieron a la Gloriosa Virgen, fueron en peregrinación hasta el monasterio de
las Clarisas. Todavía en acción de gracias, el duque organizó una maravillosa
fiesta –cuya apertura fue, por supuesto, una Misa- y ofreció un estupendo
banquete a todo el pueblo.
Hna. María Teresa
dos Santos Lubián, EP
Fuente revista "Heraldos del Evangelio", número 126, enero 214
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