PARA ELEGRAR AL NIÑO JESÚS…
La condesa Adelaida era cocida en sus dominios por su
extrema bondad y virtud que emanaban de su generoso corazón. Le gustaba pasear
todas las tardes por el condado, a fin de visitar a los más desfavorecidos y
ayudarle en lo que necesitaban. Antes de regresar a su palacio, paraba en la
iglesia dedicada a Nuestra Señora Reina, para rezar largo tiempo ante la
bellísima imagen de la Patrona.
En una fría tarde de diciembre, la condesa entró en la
iglesia, después de su habitual paseo. El sol se había puesto, afuera nevaba y
el templo vacío se encontraba en total penumbra, marcando el ambiente con un
cierto aire de misterio. Únicamente la lámpara del Santísimo Sacramento y
algunas velas alumbraban el recinto sagrado. La joven dama se puso delante de
la acogedora imagen de María que siempre la había atraído tanto, se arrodilló y
empezó a rezar.
Se acercaban las fiestas navideñas. Sus oraciones iban al
encuentro del pesebre de la gruta de Belén. Hacía dos mil años atrás – pensaba-
las puertas de las posadas se habían cerrado a la Sagrada Familia y nadie
adoraba al Niño Jesús recién nacido, a no ser un buey, una mula y algunos
humildes pastores. Rezándole a la Madre de Dios y meditando en aquel momento en
que pocos se acordaban de Ella, estaba segura que consolaría a la Virgen y
alegraría al Corazón de Jesús.
Inesperadamente un ruido interrumpió sus pensamientos: en
el pasillo central de la iglesia vio a un niño encantador, de cinco años,
jugando con una pelota dorada. La tiraba al aire y la cogía de nuevo numerosas
veces mientras hacía elegantes movimientos. La condesa Adelaida se levantó y
poniendo su brazo sobre los hombros del chiquillo le dijo con afecto:
-Hijo mío, aquí no se puede jugar con la pelota. Este
lugar es sagrado.
El niño la miró con fisonomía entristecida y le
respondió:
-Pero, señora, con esto no hago daño a nadie y distraigo
a la Virgen, que está solita. Son tan pocas las personas que vienen a
visitarla…
-Para distraer a la Santísima Virgen –le dice la condesa-
debemos ofrecerle nuestras oraciones. ¿Quieres rezar conmigo?
El muchacho asistió con la cabeza y los dos se
arrodillaron. La noble señora empezó a rezar y le pidió al pequeño que
repitiese con ella:
-Dios te salve María, llena eres de gracia…
-Dios te salve María, llena eres de gracia –repetía el
niño con voz llena de candidez y fervor.
Hasta que el decir: “y bendito es el fruto de tu vientre,
Jesús”, la dama levantó los ojos hacia la imagen y se dio cuenta de que María
Santísima los miraba y sonreía amablemente.
Al volverse hacia el niño, se quedó absorta al contemplar
una luz celestial que salía de su rostro, mientras Él le decía con dulzura:
-Yo soy ese Jesús al que llamas. La condesa Adelaida se inclinó
en señal de adoración e intentó basar los sacrosantos pies del Niño Jesús, pero
éste desapareció.
Impresionada con lo ocurrido, le agradeció a María
Santísima la inconmensurable gracia que
había recibido y salió a la iglesia con el alma repleta de una alegría como
nunca en su vida había sentido. La Virgen recompensó las fervorosas oraciones
que esa hija querida rezaba a diario con tan inefable convivencia.
Algo, no obstante, parecía afligir a la condesa: se
acordaba de las palabras del Divino Infante, que se había mostrado disgustado
con el reducido número de los que frecuentaban la iglesia: “Son tan pocas la
personas que vienen a visitarla…”
Veía cómo realmente, al comienzo del periodo navideño, el
pueblo se encontraba más que nunca alejado de los sacramentos y de las
prácticas de piedad. Se preocupaban más con las fiestas mundanas y los regalos
que con el verdadero significado de tan solemne conmemoración. Por eso,
Adelaida no se molestó al saber que la noticia de su encuentro con Jesús se había difundido por
toda la región.
De hecho, atraídas por una luz inusual, algunas personas
presenciaron esa escena a través de una ventana y enseguida salieron corriendo
para contar a los cuatro vientos lo sucedido. Y aunque la bondadosa condesa se
sentía intimidada con la notoriedad que eso le acarreaba, se resignaba al ver
cómo la narración del prodigioso hecho encendía el fervor en el alma de los que
tomaban conocimiento de aquel suceso.
En poco tiempo, una gracia de gozo y arrepentimiento se
apoderó de la población. A partir de entonces volvió a crecer en todos la
devoción de la Virgen María y la iglesia se llenó nuevamente de vida en esas
Navidades.
Hna. Patricia
Victoria Jorge Villegas, EP
Fuente revista "Heraldos del Evangelio", número 125, diciembre 2013
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