¿Qué os cuesta, oh María,
escucharnos, qué os cuesta salvarnos? ¿Acaso vuestro Hijo divino no puso en
vuestras manos los tesoros todos de sus gracias y misericordias? Vos estáis
sentada a su lado con corona de Reina, rodeada de gloria inmortal sobre todos
los coros de los Ángeles. Vuestro dominio es inmenso en los cielos, y la tierra
con todas las criaturas os está sometida. Vuestro poder, ¡oh María!, llega
hasta los abismos, puesto que Vos, ciertamente, podéis librarnos de las
asechanzas del enemigo infernal. Vos, pues, que sois todopoderosa por gracia,
podéis salvarnos; y si Vos no queréis socorrernos por ser hijos ingratos e
indignos de vuestra protección, decidnos, a lo menos, a quién debemos acudir
para vernos libres de tantos males. ¡Ah!, no: vuestro Corazón de Madre no
permitirá que se pierdan vuestros hijos. Ese divino Niño, que descansa sobre
vuestras rodillas, y el místico Rosario que lleváis en la mano nos infunden la
confianza de ser escuchados, y con tal confianza nos postramos a vuestros pies,
nos arrojamos como hijos débiles en los brazos de la más tierna de las madres,
y ahora mismo, sí, ahora mismo, esperamos recibir las gracias que pedimos.
Dios te salve, Reina y
Madre...
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