Mirad, ¡oh Madre!, cuántos peligros para el alma y cuerpo
nos rodean; cuántas calamidades y aflicciones nos agobian
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En verdad, ¡Madre nuestra del
Rosario!, nosotros, aunque hijos vuestros, con las culpas cometidas hemos
vuelto a crucificar en nuestro pecho a Jesús y traspasar vuestro tiernísimo
Corazón. Si, lo confesamos, somos merecedores de los más grandes castigos; pero
tened presente, ¡oh Madre!, que en la cumbre del Calvario recibisteis las
últimas gotas de aquella sangre divina y el postrer testamento del Redentor
moribundo; y que aquel testamento de un Dios, sellado con su propia sangre, os
constituía en Madre nuestra, Madre de los pecadores. Vos, pues, como Madre
nuestra, sois nuestra Abogada y nuestra Esperanza. Y por eso nosotros, llenos
de confianza, entre gemidos, levantamos hacia Vos nuestras manos suplicantes y
clamamos a grandes voces: ¡Misericordia, oh María, misericordia!
Tened, pues, piedad, ¡oh Madre
bondadosa del Rosario!, de nosotros, de nuestras familias, de nuestros
parientes; de nuestros amigos, de nuestros difuntos, y, sobre todo, de nuestros
enemigos y de tantos que se llaman cristianos y, sin embargo, desgarran el amable
Corazón de vuestro Hijo. Piedad también, Señora, piedad, imploramos para las
naciones extraviadas, para nuestra querida patria y para el mundo entero, a fin
de que se convierta y vuelva arrepentido a vuestro maternal regazo.
¡Misericordia para todos, oh Madre de las misericordias!
Dios te salve, Reina y Madre...
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