¡Madre Santa de Dios, que sienta yo los latidos de tu Corazón, que latió siempre al unísono con el Corazón Divino de Jesús! |
Te doy gracias, Señor, desde
lo más íntimo del corazón, porque te dignaste tomar por nosotros, indignos y
miserables, nuestra naturaleza, y quisiste, al nacer de la Virgen, ser
amamantado, ser adormecido en su seno, y estar sujeto a Ella, Tú que conservas y
gobiernas todas las cosas, te has dignado iluminarme mostrándome que tienes una
madre, y me has concedido, a mí, indignísima criatura, que pueda y me atreva a saludarla… ¡Oh Virgen María! ¡Con cuánta devoción debería
mi corazón abrirse y darse todo a Ti! Mi boca debería henchirse de una
admirable dulzura, cuando te saludo, ¡oh dulce y benigna Señora!, y cuando
bendigo el Fruto de tu seno. ¿Cómo es posible, Madre mía, que, al saludarte, no
me sienta inundado de tanto placer que me olvide por Ti y por tu Fruto de todas
las cosas de este mundo? ¿Hay algo que puedas escuchar con más gusto que el
saludo, que te reconoce Madre de Dios? Tú quieres que los hombres se gocen en
Ti, de tal modo que su amor y su afecto termine siempre en Aquel, de quien eres
Madre; porque Tú sólo deseas una cosa, ser saludada y conocida como Madre de
Dios.
San Buenaventura
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