Postrado ante vuestro acatamiento, ¡Oh Virgen de la Medalla
Milagrosa!, y después de saludaros en el augusto misterio de vuestra Concepción
sin mancha, os elijo, desde ahora para siempre, por mi Madre, Abogada, Reina y
Señora de todas mis acciones y Protectora ante la majestad de Dios. Yo os
prometo, Virgen Purísima, no olvidaros jamás, ni vuestro culto ni los intereses
de vuestra gloria, a la vez que os prometo también promover en los que me
rodean vuestro amor. Recibidme, Madre tierna, desde este momento y sed para mí
el refugio en esta vida y el sostén a la hora de la muerte. Amén.
Y esa lágrima parece decir; ¡oh Madre mía! Decid qué deseáis; todo lo mío es también vuestro ¿Esta concedido; Jesús ha sido ganado! ¡Ha sido tocado en su punto flaco! Ahora pide; lo obtendrás todo, absolutamente todo lo que sea conforme a la gloria de Dios y no perjudique a tu salvación. ¿No es consoladora y confortante esa certeza de ser oído y esa seguridad de poder decir; yo puedo alcanzarlo todo de mi Divino Salvador y Él no me puede negar nada? Pruébalo, y experimentarás que no es ficción piadosa sino dulce realidad. En las penas, en las tentaciones, ve a Jesús con esta simple expresión: "Jesús, aquí tenéis a vuestra Madre!
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