María, Madre de
Dios, recibe mis humildes obsequios y haz que también yo pueda gozar de los
dulces frutos de tu Maternidad Divina
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La fiesta de la Maternidad de
María debe despertar en nuestros corazones la confianza y la fe en aquella que,
por su dignidad de Madre, goza de los máximos poderes ante su Divino Hijo.
Alabándola como Madre de Dios, la obligamos a empeñar su maternidad a favor
nuestro: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores” ¿Qué
abogada mejor podríamos encontrar?, ¿qué patrona más poderosa? Jesús no puede
resistir a los ruegos de su Madre, y María no puede resistir a los que le
invocan bajo el título dulcísimo de su Maternidad. Si toda mujer se siente
conmovida al oírse llamar “madre”, ¿cuánto más no se conmoverá María oyéndose
llamar “Madre de Dios”? Invoquémosla pues, así, tratémosla como Madre, Madre de
Dios ante todo y luego también Madre nuestra, ya que Jesús, muriendo en la
Cruz, ha querido poner a disposición nuestra los tesoros de su Maternidad. La
Virgen tiene una misión maternal que cumplir con nuestras almas. Jesús mismo se
la ha confiado; por eso le es tan querida y no desea más que llevarla a término.
Sí, María quiere ser nuestra Madre, quiere empeñar en provecho nuestro los
privilegios y tesoros de su Maternidad, pero no puede hacerlo si no nos
confiamos a Ella como hijos dóciles y amantes. Aun entre las personas
consagradas a Dios, no todas no siempre se dan cuenta lo bastante de la
necesidad de entregarse a María como hijos, de abrir el alma a su influjo
maternal, de recurrir a Ella con plena confianza, de invocar su ayuda en todas
las dificultades, en todos los peligros, de poner la vida espiritual bajo su
amparo. Así como en el orden natural el niño necesita de su madre, y cuando
ésta viene a faltar, el niño sufre moral y espiritualmente, del mismo modo en
el orden sobrenatural las almas tienen necesidad de una madre, de María
Santísima. Sin Ella, sin sus cuidados maternales las almas sufren, su vida
espiritual es fatigosa, con frecuencia languidece o, al menos, no es lozana
como lo podría ser. Cuando, por el contrario, las almas se entregan a María,
buscan a María y se confían a Ella, su vida interior progresa rápidamente, su
caminar hacia Dios se torna más ágil y rápido, todo se hace más fácil, porque
hay una mano maternal que las sostiene, un corazón maternal que las conforta.
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