María, Sancta María, Santa María.- Sólo Dios puede reivindicar el
atributo de la santidad, por lo cual cantamos: Tu solus sanctus, “Sólo tú eres
santo”. Entendemos por santidad la ausencia de todo lo que mancha, empaña y
degrada a una naturaleza racional, todo lo que es más contrario y más opuesto
al pecado y a la falta.
Decimos que sólo Dios es
santo, pues en verdad todos sus atributos infinitamente elevados son poseídos por
Él con aquella plenitud, que hace que podamos decir con verdad que sólo Él los
posee. Así, en cuanto a la bondad, el mismo Señor dijo a un joven: “Nadie es
bueno sino Dios”. De la misma manera, sólo Dios es Poder, sólo Él es Sabiduría,
sólo Él es Providencia, Amor, Misericordia, Justicia, Verdad. Pero la santidad
queda aparte, como su prerrogativa especial, porque, no sólo señala más que los
otros atributos su superioridad sobre todas las criaturas, sino también afirma
su distinción con respecto a ellas. Por eso esto leemos en el libro de Job: “¿Puede
el hombre ser justificado, si se compara con Dios, y puede parecer puro el
nacido de mujer? He aquí que la misma luna no brilla, ni las estrellas son ya
puras ante sus ojos” “He aquí que entre sus santos ninguno es inmutable y los
cielos no son puros en su presencia”
Esto es lo que debemos aceptar
y entender en primer lugar. Mas en seguida sabemos también que Dios, en su
misericordia, ha comunicado sus grandes atributos, en diferentes medidas, a sus
criaturas racionales; y, ante todo, por ser el más necesario, el de la
santidad. Así Adán, desde el momento de su creación, estuvo dotado, aparte de
otras cosas y por encima de su naturaleza humana de la gracia de Dios,
habiéndole sido dada esta gracia para unirlo con su Creador y hacerlo santo.
Por esta razón la gracia se llama la santa gracia; por ser santa, forma el lazo
que une al hombre con Dios. Adán, en el paraíso terrenal, podía poseer la
inteligencia, otros talentos y muchas virtudes, pero estos dones no lo unían
con su Creador. Era la santidad lo que lo unía con Él, porque, como dice San Pablo:
“Sin la santidad ningún hombre verá a Dios” Después que el hombre perdió esta
santa gracia, todavía continuó poseyendo muchos dones de Dios; pudo aún ser
veraz, misericordioso, amante y justo; pero estas virtudes no lo unían con
Dios: le faltaba la santidad; por lo cual el primer acto de la bondad de Dios
para con nosotros es, según el Evangelio, librarnos, por el sacramento del
Bautismo de esta condición de extraños a la santidad, y, por la gracia que
entonces se nos da, abrir de nuevo las comunicaciones, durante tanto tiempo cerradas,
entre el alma y el cielo.
Por aquí vemos el alcance del
título que damos a nuestra Señora, cuando la llamamos Santa María. Cuando Dios
quiso preparar una madre humana para su Hijo, la hizo Inmaculada en su
Concepción. No comenzó, pues, concediéndole el don del amor, de la verdad, de
la dulzura o de la devoción; poseía ya estos dones como consecuencia de su
privilegio. Inauguró su grandiosa obra, aun antes de que Ella hubiera nacido,
antes de que pudiera pensar, hablar, obrar, haciéndola santa, y, por lo mismo,
aunque hija de la tierra, dándole derecho de ciudadanía en el cielo. Tota
pulchra es María! Nada de la deformidad del pecado tuvo jamás parte en Ella.
Difiere, por esto, de todos los santos. Ha habido grandes misioneros,
confesores, obispos, doctores y pastores en la Iglesia. Han realizado grandes
obras y han llevado en pos de sí al cielo innumerables penitentes y una inmensa
cosecha de almas; han sufrido mucho y han ganado sobreabundantes méritos. Pero
María se parece de tal suerte a Jesús, que poniendo la santidad de su divino
Hijo aparte de todas las criaturas, también la plenitud de la gracia que hay en
Ella, la pone aparte de todos los ángeles y santos.
John Henry, Cardenal, Newman
LA REALEZA DE MARÍA
Esta fiesta de la Santísima
Virgen, establecida por el Papa Pío XII el primero de noviembre de 1954,
aniversario de la proclamación del Dogma de la Asunción, pone de manifiesto uno
de los títulos más gloriosos de la Madre de Dios. Todos los siglos de la era
cristiana han desfilado ante el Trono de la Reina del Universo, y en un “crescendo”
continuo, cada vez más entusiasta, la han reconocido y saludado como a su
Soberana, María es Reina de los Ángeles y de los hombres, porque aventaja en
perfección y en dignidad a todos los seres criados. Y, como Reina, ejerce sus
funciones desde el Cielo. Aun cuando nosotros no nos acordemos de Ella ni le
rindamos pleitesía y vasallaje, no por eso deja de prodigarnos sus favores, de
interceder por nosotros y de alcanzarnos las gracias que necesitamos para
servir a su Hijo con lealtad y honrarle a Él en Ella.
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