María, Mater admirabilis, Madre admirable.- Cuando María, Virgo
praedicanda, la Virgen que ha de ser predicada, es invocada bajo el título de
Admirabilis, el efecto de la predicación de su Concepción Inmaculada nos es
sugerido al punto. La Santa Iglesia la proclama, la predica como concebida sin
pecado original, y los que oyen esta predicación, los hijos de la Santa
Iglesia, se admiran, se maravillan, quedan sobrecogidos ante la idea de
semejante prerrogativa.
Una excelencia tan encumbrada
como la de María, aunque sea una excelencia creada, causa estupor en el alma.
El Creador Omnipotente, dijo de sí mismo a Moisés, al desear éste contemplar su
gloria: “Tú no puedes ver mi faz, porque el hombre no podrá verme y subsistir”
Y dice también San Pablo: “Nuestro Dios es un fuego que consume” Cuando San
Juan, todo él penetrado de la divinidad, vio tan sólo la naturaleza humana de
Nuestro Señor, tal como está glorificada en el cielo, “calló a sus pies como
muerto” Lo mismo se diga de la aparición de los Ángeles. El santo profeta
Daniel, cuando se le apareció el Arcángel Gabriel, “cayó desmayado, y, lleno de
consternación, dio con el rostro en tierra” Cuando este gran Arcángel se
presentó a Zacarías, padre de San Juan Bautista, también éste “se turbó y el
temor se apoderó de él” Otra cosa le ocurrió a María, cuando el mismo San
Gabriel fue enviado a Ella. Quedó, en verdad, sobrecogida, y se turbó, al oír
sus palabras, porque en su humildad, oía que la saludaba llamándola “llena de
gracia” y “bendita entre todas las mujeres”; pero Ella pudo soportar sin
desmayo alguno la presencia y el aspecto del enviado del cielo.
Aquí podemos aprender dos
cosas: en primer lugar, cuán grande era la santidad de María, pues podía
soportar la presencia de un Ángel, cuyo resplandor hizo caer al profeta Daniel
en pasmo parecido a la muerte; y, en segundo lugar, puesto que es mucho más
santa que el mismo Ángel, y nosotros somos mucho menos santos que Daniel, con
cuanta razón, al pensar en su inefable pureza, la llamamos Virgo admirabilis,
Virgen admirable, Virgen terrible.
Hay espíritus tan rastreros,
tan ciegos y tan irreflexivos, que son capaces de imaginar que María no sintió
tanto horror como su Hijo al pecado voluntario, y que podemos lograr que sea
nuestra amiga y nuestra abogada acudiendo a Ella sin contrición de corazón y
aún sin el deseo de arrepentirnos de verdad, y sin la resolución de
enmendarnos. Como si María pudiese detestar menos el pecado y amar más a los
pecadores que Nuestro Señor. No: María sólo siente simpatía por los que quieren
renunciar al mal; de lo contrario ¿cómo podría Ella misma estar sin pecado?
Ella es, según las palabras de la Escritura; “hermosa como la luna,
resplandeciente como el sol y terrible como un ejército en orden de batalla”
¿Qué debe ser, pues, para el pecador impenitente?
John Henry,
Cardenal, Newman
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