Enséñame, ¡oh Madre mía!, a creer firmemente; enséñame a confiar sin límites en Dios |
La Iglesia, haciendo suyas las
palabras de Santa Isabel, dirige a María esta bellísima alabanza: “Bienaventurada
Tú, que has creído porque se cumplirá en Ti las cosas que el Señor te ha dicho”
(Lc. 1, 45) Realmente, grandes fueron las cosas que se cumplieron en María y
Ella tuvo el gran mérito de haberlas creído. Fiada en la palabra de Dios, que
le fue anunciada por el Ángel, creyó que sería madre sin perder la virginidad;
creyó –Ella tan humilde- que sería realmente el Hijo del Altísimo. Se adhirió
con plena fe a cuanto le fue revelado, sin dudar un instante frente a un plan
que venía a trastornar todo el orden natural de las cosas: una Madre virgen,
una criatura Madre del Creador. Creyó cuando el Ángel le habló, pero continuó
creyendo aun cuando el Ángel la dejó sola, y se vio rodeada de las humildes
circunstancias de una mujer cualquiera que está para se madre. “La Virgen –dice
San Bernardo- tan pequeña a sus ojos, no fue menos magnánima respecto a su fe
en las promesas de Dios: ni la menor duda sobre su vocación a este
incomprensible misterio, a esta maravillosa mudanza, a este inescrutable sacramento,
y creyó firmemente que llegaría a ser la verdadera Madre del Hombre-Dios.
La Virgen nos enseña a creer
en nuestra vocación a la santidad, a la intimidad divina; hemos creído en ella
cuando Dios nos la ha revelado en la claridad de la luz interior confirmada por
la palabra de su ministro; pero hemos de creer también en Ella cuando nos
encontramos solos, en las tinieblas, en las dificultades que pretenden
trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no hace las cosas a medias: Dios
llevará a término su obra en nosotros con tal que nosotros nos fiemos
totalmente de Él.
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