UNA
SINGULAR ENFERMERA
Terry Ross, de 23 años,
sargento de alpinistas escoceses (los famosos Scaforth Highlanders). Su primera
acción, muy difícil, desembarcar en Francia, a doce millas al norte de El
Havre, para eliminar una estación de radios en Bruneval.
Una explosión como un relámpago al asaltar la estación.
Cuando recobró el conocimiento estaba en el Hospital. Operaciones; días largos.
Pide al cirujano le diga la verdad: Sí, ya no recuperará la vista.
Por primera
vez desde su niñez lloró a lágrima viva, apretándose la sábana contra la boca.
Sin saber cómo, tocó algo que agarró con fuerza. Era un Escapulario de la
Virgen. En voz baja murmuró:
— Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
Y entonces, en su desesperación, sintió que una mano
apretaba la suya, y una voz de mujer le preguntaba:
— Me llamas, Terry?
El pobre muchacho se aferró a la mano de la enfermera:
— No, Hermana; no estaba llamando; pero, por favor,
hágame compañía un rato, que me siento horriblemente solo.
— Vamos, hombre; así no habla un soldado valiente como
tú. Recuesta la cabeza un poco mientras te refresco la frente. ¿Acaso no puedes
dormir? Cavilas demasiado tal vez.
Terry rompió en un torrente de confesiones y desahogos.
Luego las dulces palabras de la enfermera le dejaron plenamente tranquilizado.
Se durmió.
Cuando despertó, la venda de los ojos se había caído.
Alzó la mano para enderezarla y se detuvo de repente.
— ¿Eres tú, Juan? — preguntó con ansiedad.
— Sí señor — respondió el enfermero. — Dispense usted si
le he despertado, pero tengo mucho que hacer y necesito empezar temprano.
— Eso no importa, Juan. Acércate aquí más, más.
La voz de Terry sonaba excitada.
— Dime, Juan, ¿tú tienes una escoba en la mano izquierda?
¿Y eres alto y delgado y... llevas gafas?
El viejo dejó la escoba y echó a correr.
A los pocos minutos llegó el doctor y le hizo un examen
minucioso.
— Es imposible de explicar, Ross; pero dentro de pocas
horas tendrás perfecta visión.
Ross preguntó ansiosamente.
— ¿Cuál de las enfermeras estaba de servicio anoche?
— Ninguna, Ross. ¿Por qué lo preguntas?
— Es que cuando se apagaron las luces, yo no me quedé
dormido hasta que ella no vino.
— Ella, ¿quién es ella? Te digo, Terry, que aquí no había
enfermera alguna.
No, no había sido un sueño. Él había experimentado la
angustia de un terror mortal, y había rezado: “Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros”... y estaba curado.
Rafael María López-Melús,
Prodigios del Escapulario del Carmen,
Editorial Apostolado Mariano,
Sevilla, pgs. 151-152
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