Te bendigo y te alabo por el piadoso abrazo con que lo estrechaste entre tus maternales brazos |
Te bendigo, te alabo y con todas mis fuerzas me
encomiendo a Ti, Santa e Inmaculada Virgen, por tu dolorosa presencia junto a
la Cruz de Jesús, donde abrumada y afligida te detuviste por largo tiempo,
atravesada por una espada de dolor, según la profecía de Simeón (Lc 2, 35); por
las abundantes lágrimas derramadas; por la gran fidelidad e inefable coherencia
que demostraste a tu Hijo en su extrema necesidad, cuando estaba por morir; por
el inmenso dolor de tu Corazón; por el sufrimiento más lacerante en el momento
de su muerte; por la palidez de su aspecto, cuando lo viste pender muerto
delante de Ti.
Te bendigo y te alabo por el piadoso abrazo con que lo
estrechaste entre tus maternales brazos; por el triste trayecto hacia el lugar
de su sepultura, cuando bañada en lágrimas seguías a los que llevaban el Santo
Cadáver, y llorando fijaste la mirada en tu Hijo depositado en el sepulcro y
encerrado bajo una gran lápida; por el doloroso regreso desde el sepulcro a la
casa en que te hospedabas, donde acompañada de muchos fieles allí reunidos te
deshiciste en lágrimas por la muerte del amado Hijo, con repetidos lamentos, y
fue tan copioso tu llanto que hiciste también llorar a los que estaban a tu lado.
Compadece ahora, alma mía, a la Virgen Dolorosa, a la
Madre lacrimosa, a María amorosa. Si amas a María, debes compadecerla por sus
dolores numerosos, para que te socorra en tus penas. ¡Qué cuadro!: la Santa
Madre llora a su único Hijo; llora María de Cleofás a su querido pariente;
llora María Magdalena al médico de su salud; llora Juan a su dulcísimo Maestro;
lloran todos los apóstoles a su Señor que han perdido. ¿Y quién no lloraría
entre tantos amigos que lloran juntos?
Del libro "Imitación de María",
del Beato Tomás de Kempis
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