Jesús es Presentado en el Templo por su Madre; hoy, pues,
contemplamos a María en su oficio de Corredentora. La Virgen sabía que Jesús era
el Salvador del mundo, había intuido a través del velo de las profecías que su
misión habría de cumplirse en un misterio de dolor, del cual Ella, como Madre,
tenía que participar; Simeón se lo confirma profetizándoselo: “Y a Ti misma una
espada te atravesará el alma” (Lc. 2, 35) Entonces María, en el fondo de su
corazón, debió de repetir se fiat; “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi
según tu palabra” (Lc. 1, 38) Ofreciendo al Hijo, se ofrece a sí misma, unida
siempre íntimamente a la suerte de Aquel.
Pero antes en el Templo para presentar a Jesús. María
quiere sujetarse a la ley de la purificación legal. Aunque plenamente
consciente de su virginidad, se coloca a la par de las demás madres hebreas y,
confundida en medio de ellas, espera humildemente su turno, llevando consigo “un
par de tórtolas”, que era el tributo de los pobres. De esta manera vemos a
Jesús y a María sometidos voluntariamente a leyes que en nada les obligan:
Jesús no tenía que ser rescatado, ni María tenía que ser purificada. ¡Qué
lección de humildad y de respeto a la ley de Dios!
Existen leyes que no nos obligan, contra las cuales
nuestro amor propio, para librarnos de ellas, finge falsos pretextos; son
dispensas abusivas reclamadas en nombre de unos derechos que en realidad no
existen. Humillémonos, pues, y reconozcamos que, mientras María no tenía
necesidad alguna de purificarse, nosotros tenemos absoluta necesidad de la
purificación interior.
La fiesta de hoy, que cierra el ciclo litúrgico
natalicio, es al mismo tiempo fiesta de Jesús y de María; de Jesús, que, al cumplir
los cuarenta días de su nacimiento, es presentado en el Templo por su Santísima
Madre, según lo prescribía la ley; de María, que se somete al rito de la
purificación
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