Madre,
no vengo a decirte nada que no sepas ya; vengo a despedirme para… lo que ya
sabes
(Cristo despidiéndose de su Madre. El Greco, c.1595 - Museo
de Santa Cruz-Toledo)
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Al ver la Virgen a su Hijo en pie, se retiró para esperar
a solas el último abrazo, la última despedida que tanto esfuerzo le había de
costar. Le vio aparecer con la tranquilidad y el sosiego de siempre, la cara encendida
por la larga conversación después de la
cena, pero más por la conmoción que sentía dentro. Delante de Ella, con
el amor que Este Hijo sentía por Esta Madre, le diría:
“Madre, no vengo a decirte nada que no sepas ya; vengo a despedirme para… lo que ya sabes. Me he consolado muchas veces hablando de esto contigo. Da gracias a Dios, Madre, porque te ha cabido en suerte tener un Hijo que va a morir por la Justicia, por la Justicia de Dios, por salvar a los hombres y hacerlos hijos suyos. Anímate, Madre, que el fruto es grande; todo pasará pronto; en seguida volveré a verte, y ya inmortal y lleno de gloria. Al hacer esto cumplo el mandato de mi Padre y hago su Voluntad. Me iré más consolado si Tú te quedas un poco más consolada también. Tengo prisa, Madre; dame tu bendición… y abrázame”
Las lágrimas corrían por las mejillas de la Virgen. El
corazón se le partía de dolor por el constante esfuerzo por obedecer y amar lo
que Dios disponía. Y era grande su amor, pues pudo ofrecer al Hijo, a quien
tanto quería, por la gloria de Dios, por la salvación de los hombres.
La Virgen quizás respondiera;
“Hijo mío, que sea tu Padre quien te dé la bendición desde el cielo. Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí su Voluntad”
El Salvador lloró; se enterneció y lloró de ver llorar a
su Madre. Mudos los dos, hablándose ya sólo con el sentimiento, se echaron en
brazos en uno del otro y, en silencio, se separaron luego. Ella le siguió con
los ojos hasta perderle de vista y se quedó sola.
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