Uno de ellos, el mejor para lograr su malvado fin, escribió un sermón especial contra el Rosario y planeó darlo el domingo siguiente. Pero cuando llegó el momento del sermón, no apareció y, después de una cierta espera, alguien fue a buscarlo. Se descubrió que estaba muerto, y evidentemente había muerto sin que nadie lo ayudara.
Después de convencerse de que esta muerte se debió a causas naturales, el otro sacerdote decidió llevar a cabo el plan de su amigo y dar un sermón similar otro día, con la esperanza de poner fin a la Cofradía del Rosario.
Sin embargo, cuando llegó el día en que él debía predicar y era hora de dar el sermón, Dios lo castigó golpeándolo con una parálisis que lo privó del uso de sus extremidades y de su poder de expresión.
Finalmente admitió su culpa y la de su amigo, y en su corazón suplicó en silencio a nuestra Señora que lo ayudara.
Prometió que si sólo ella lo curara, él predicaría el Rosario con tanto celo como aquello con lo que había luchado anteriormente. Para este fin, le imploró que recuperara su salud y su discurso, lo cual ella hizo, y al encontrarse instantáneamente curado, se levantó como otro Saulo (san Pablo), un perseguidor convertido en defensor del santo Rosario. Reconoció públicamente su error anterior y siempre predicó las maravillas del Rosario con gran celo y elocuencia.
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