La Santísima Virgen no favorece solamente a quienes predican el rosario, sino que recompensa también gloriosamente a quienes con su ejemplo atraen a los demás a esta devoción.
Alfonso, rey de León y de Galicia, deseando que todos sus criados honraran a la Santísima Virgen con el rosario, resolvió, para animarlos con su ejemplo, llevar ostensiblemente un gran rosario, aunque sin rezarlo. Esto bastó para obligar a toda su corte a rezarlo devotamente.
El rey cayó enfermo de gravedad. Ya le creían muerto, cuando fue arrebatado en espíritu ante el tribunal de Jesucristo. Vio a los demonios que le acusaban de todos los crímenes que había cometido. Cuando el divino Juez lo iba ya a condenar a las penas eternas, intervino en favor suyo la Santísima Virgen. Trajeron entonces una balanza; en un platillo de la misma colocaron todos los pecados del rey. La Santísima Virgen colocó en el otro el gran rosario que Alfonso había llevado para honrarla y los que, gracias a su ejemplo, habían recitado otras personas. Esto pesó más que los pecados del rey. La Virgen le dijo luego, mirándole benignamente: “Para recompensarte por el pequeño servicio que me hiciste al llevar mi rosario, te he alcanzado de mi Hijo la prolongación de tu vida por algunos años. ¡Empléalos bien y haz penitencia!”.
Volviendo en sí, el rey exclamó: “¡Oh bendito rosario de la Santísima Virgen, que me libró de la condenación eterna!” Y, después de recobrar la salud, fue siempre devoto del rosario y lo recitó todos los días.
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