Enséñame tu silencio, comunícame tu espíritu de adoración... |
¡Oh María!, después de Jesús y
con la distancia que media entre lo infinito y lo finito, eres Tú la grande
alabanza de gloria de la Trinidad Santa. Tú fuiste siempre pura, inmaculada,
irreprensible a los ojos del Dios tres veces Santo. Tu alma es tan sencilla y
sus movimientos tan profundos, que no se dejan notar. Tu vida se puede
compendiar en las palabras del Evangelio: “Guardaba
todas estas cosas en su corazón” Tú has vivido en lo íntimo de tu corazón y
a profundidades tales, que la mirada humana no puede seguirle. Al leer en el
Evangelio que atravesaste con premura
las montañas de Judea para ir a ejercitar una obra de caridad con tu prima
Isabel, ¡te veo pasar tan hermosa, tan serena, tan majestuosa, tan
profundamente recogida con el Verbo de Dios en tu corazón! Tu oración como la
del Señor, fue siempre ésta: “Ecce! ¡Heme
aquí! - ¿Quién? – La esclava del Señor la última de sus criaturas… ¡Tú, su
Madre!
Fuiste tan sincera en tu
humildad, porque siempre viviste olvidada, desconocedora, libre de Ti misma;
por eso pudiste cantar: “El Omnipotente
ha hecho en mí grandes cosas; todas las generaciones me llamaran bienaventurada”
¡Oh Madre mía!, enséñame el
secreto de tu vida interior; enséñame a vivir recogido con Dios presente en mi
alma. Enséñame tu silencio, comunícame tu espíritu de adoración. Junto a Ti, en
tu escuela, quiero ser también yo el pequeño de la divinidad. Ayúdame a
desasirme de las criaturas, para vivir en amorosa y callada adoración de la
Trinidad, oculta en el íntimo escondrijo de mi alma.
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