¡Oh María, la más humilde entre todas las criaturas! Haz humilde mi corazón |
«No es difícil —dice San
Bernardo— ser humildes en el silencio de una vida oscura, pero es raro y
verdaderamente hermoso conservarse tales en medio de los honores» María
Santísima fue ciertamente la mujer más honrada por el Señor, la más elevada las
criaturas, y sin embargo, ninguna se ha rebajado y humillado tanto como ella.
Se diría que parece existir una porfía entre Dios y María: cuanto más la
ensalza Dios más se oculta María en su humildad. El ángel la saluda «llena de
gracia» y María se «turba» (Lc 1, 28-29). Explica San Alfonso: «Se turbó
porque, siendo tan humilde, aborrecía toda alabanza propia y deseaba que solo
Dios fuese alabado». El ángel le revela la sublime misión que le ha confiado el
altísimo y María se declara «esclava del Señor» (Ib, 38). Su mirada no se
detiene ofuscada en el honor inmenso que redundará en su persona por haber sido
escogida entre todas las mujeres para ser Madre del Hijo de Dios; sino que
contempla extasiada el misterio infinito de un Dios que quiere encarnarse en el
seno de una pobre criatura. Si Dios quiere descender a tal profundidad como es
hacerse hijo suyo, ¿hasta dónde tendrá que descender y abajarse su pobre
esclava? Cuanto más comprende la grandeza del misterio, la inmensidad del don
más se humilla, ocultándose en su nada. Idéntica actitud sorprendemos en la
Virgen cuando Isabel la saluda: «bendita -entre todas las mujeres» (Ib. 42, 18).
María no se extraña al oír estas palabras porque ya es Madre de Dios, sin embargo, queda fija y como clavada en su
profunda humildad: todo lo atribuye al Señor, cuya misericordia ensalza,
confesando la bondad con que «ha mirado la bajeza de su esclava» (ib. 48). Dios
ha obrado en ella a cosas: lo sabe, lo reconoce, pero en lugar de gloriarse en
su grandeza. Todo lo dirige profundamente a la gloria de Dios. Con razón
exclama San Bernardo: «Así como ninguna criatura después del Hijo de Dios ha
sido elevada a una dignidad y gracia iguales a María, del mismo modo ninguna ha
descendido tanto en el abismo de la humildad». Este debe ser el efecto que
deben producir en nosotros las gracias y los favores divinos: hacernos siempre
más humildes, siempre más conscientes de nuestra nada.
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