“Señor, con sencillez de corazón me ofrezco hoy a Vos por sierva perpetua, en obsequio y sacrificio de eterna alabanza” |
A la separación total corresponde el ofrecimiento y la
consagración total. María se entrega toda a su Dios, se entrega sin reserva, se
entrega a Él para siempre. “Señor, con sencillez de corazón me ofrezco hoy a
Vos por sierva perpetua, en obsequio y sacrificio de eterna alabanza” (Imit.
IV, 9, 1). Tales debieron de ser las disposiciones con que la Santa Niña se
ofreció al Altísimo, disposiciones que fueron vividas con plenitud y una
coherencia que desconcierta nuestra miseria. Ni siquiera por un instante
desmintió María su consagración total; Dios pudo hacer de Ella todo lo que
quiso sin encontrar nunca la menor resistencia. Circunstancias penosas y difíciles
sobremanera llenaron la vida de la Virgen: la duda de San José sobre el origen
de su maternidad, el viaje a Belén en circunstancias tan delicadas e incómodas,
la mísera pobreza en que vio nacer a su Hijo, la huida a Egipto, la vida de
estrecheces en Nazaret, la hostilidad y la malignidad de los fariseos contra
Jesús, la traición de Judas, la ingratitud de un pueblo tan favorecido y amado,
la condena a muerte del Hijo, el camino del Calvario, la Crucifixión en medio
de los insultos del populacho. En vano escrutaremos el Corazón de María para
descubrir en él un solo movimiento de resentimiento o de protesta, en vano
estaremos al acecho de una sola palabra de querella en sus labios; María se ha
entregado totalmente a Dios y deja que Dios ejerza sobre Ella todos sus derechos
de Soberano, de Señor, de Dueño; nada tiene que objetar, ni se asombra de que
si inmolación deba llegar a tanto. ¿No se ha ofrecido por ventura sin reserva?
Ahora, pues, que su ofrenda es consumada no hace más que repetir: “Fiat! Ecce
ancilla Dómini!”
¡Qué distinta es nuestra vida de almas consagradas! ¡Con
qué facilidad volvemos a apoderarnos del don hecho a Dios! Tomamos de nuevo el
corazón, cuando dejamos que le vuelvan a ocupar los afectos humanos; tomamos la
voluntad, cuando no sabemos someternos a ciertas obediencias que nos mortifican
o contrarían, cuando no sabemos aceptar cosas que nos cuestan, cuando nos
lamentamos, protestamos o defendemos nuestros derechos. Y sin embrago, el único
derecho real del alma consagrada a Dios es el de dejarse por entero emplear y
consumir por su vida.
Pidamos a María, presentada en el Templo, que tome en sus
manos maternales nuestra pobre ofrenda, que la remoce y complete con la suya,
tan pura y perfecta, que la incluya y esconda en la suya, tan grande y
generosa, a fin de que así purificada y renovada pueda ser agradable a Dios.
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