¡Oh Madre mía, María Santísima!, sé siempre mi modelo, mi
sostén y mi guía
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“En aquellos días se puso María en camino y con presteza
fue a la montaña, a una ciudad de Judá”, así leemos en el Evangelio de hoy (Lc.
1, 39-47). Con la fina delicadeza de su caridad, María siente profundamente las
necesidades ajenas, de modo que, apenas las advierte, acude con presteza,
espontánea y decidida a prestar su ayuda. Ha sabido por el Ángel Gabriel que su
prima Isabel está próxima a ser madre, y sin demora se pone en camino para ir a
ofrecerle sus humildes servicios. Si consideramos las dificultades de los
viajes en aquellos tiempos, cuando los pobres –como lo era María- o habían de
caminar a pie por veredas penosas o, a lo más, podían valerse de alguna mísera
cabalgadura que por acaso encontraban de camino, y que, además, la Virgen
permaneció con Isabel tres meses, comprenderemos que, para practicar este acto
de caridad, Nuestra Señora hubo de afrontar no pocas molestias. Pero no se
preocupa en absoluto de ellas; muévele la caridad, olvidada totalmente de sí,
porque, como dice San Pablo, “la caridad no es egoísta” (I Cor. 13, 5). Piensa
cuántas veces, no para ahorrarte en viaje incómodo, sino únicamente para evitar
una pequeña molestia, has omitido algún acto de caridad; piensa cuán tardo y
perezoso eres en prestar ayuda a tus hermanos. ¡Contempla a María y mira cuánto
tienes que aprender de ella!
La caridad hace a María olvidar no sólo sus propias
molestias, sino hasta su dignidad, la más alta dignidad que jamás una pura
criatura haya tenido. Isabel es anciana, pero María es Madre de Dios; Isabel
está para dar a luz a un hombre, mientras María dará a luz al Hijo de Dios. Y,
no obstante, María delante de su prima, como delante del Ángel, continúa considerándose
la humilde esclava del Señor y nada más. Y precisamente porque se considera
esclava, se porta como tal en la práctica, aun con relación al prójimo. ¿No es
verdad que, si bien sabes humillarte en la presencia de Dios, si bien sabes reconocerte
imperfecto en lo secreto de tu corazón, te desagrada luego aparecer tal delante
del prójimo y eres fácil en resentirte si alguno te trata en consecuencia? ¿No es
verdad que te las arreglas para hacer valer tu dignidad, tu cultura, tus
habilidades, los oficios y cargos más o menos honrosos que te han sido confiados?
Tu dignidad es nada, y con todo eres tan celoso de ella; la dignidad de María
se roza con el infinito, y Ella se considera y conduce como si fuese la última
de todas las criaturas.
¡Oh María, qué eminente es tu humildad
apresurándote al servicio ajeno! Si es cierto que quien se humilla será
ensalzado, ¿quién lo será más que Tú que te has humillado tanto?
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