Y esa lágrima parece decir; ¡oh Madre mía! Decid qué deseáis; todo lo mío es también vuestro ¿Esta concedido; Jesús ha sido ganado! ¡Ha sido tocado en su punto flaco! Ahora pide; lo obtendrás todo, absolutamente todo lo que sea conforme a la gloria de Dios y no perjudique a tu salvación. ¿No es consoladora y confortante esa certeza de ser oído y esa seguridad de poder decir; yo puedo alcanzarlo todo de mi Divino Salvador y Él no me puede negar nada? Pruébalo, y experimentarás que no es ficción piadosa sino dulce realidad. En las penas, en las tentaciones, ve a Jesús con esta simple expresión: "Jesús, aquí tenéis a vuestra Madre!

martes, 8 de septiembre de 2015

NACE LA ALEGRÍA PARA EL MUNDO ENTERO

¡Oh María, Madre mía!, enséñame a vivir escondido contigo a la sombra de Dios

La Liturgia celebra con entusiasmo el nacimiento de María y hace de él una de las fiestas más populares de la devoción mariana. “Tu natividad, ¡oh Virgen Madre de Dios! –canta hoy el oficio-, anunció la alegría al mundo entero; porque de ti salió el Sol de justicia, Cristo nuestro Señor Dios”. La Natividad de María es el preludio de la natividad de Jesús, porque precisamente en aquella tiene su primer principio la realización del gran misterio del Hijo de Dios hecho hombre para salvación de la humanidad. ¿Cómo podría pasar inadvertido al corazón de los redimidos el día natal de la Madre del Redentor? La Madre preanuncia el Hijo, dice que el Hijo está para venir, que las promesas divinas, vaticinadas desde siglos, están para cumplirse. El nacimiento de María es la aurora de nuestra redención; su aparición proyecta una luz nueva sobre toda la humanidad: luz de inocencia, de pureza, de gracia, anticipo esplendoroso de la gran luz que inundará la tierra cuando aparezca Cristo, Lux mundi. María, preservada del pecado en previsión de los méritos de Cristo, no sólo anuncia que la Redención está cerca, sino que trae consigo las primicias, como primera redimida por su Hijo Divino. Por Ella, toda pura y toda llena de gracia, la Santísima Trinidad dirige finalmente a la tierra una mirada de complacencia, porque encuentra finalmente en ella una criatura en que puede reflejar su belleza infinita.

Después del nacimiento de Jesús, ningún nacimiento ha sido tan importante a los ojos de Dios, ni tan importante para el bien de la humanidad, como el de María. Y sin embargo, ese nacimiento permanece en completa oscuridad: nada dicen de él las Sagradas Escrituras, y cuando buscamos en el Evangelio la genealogía de Jesús, encontramos tan sólo la que se refiere a su descendencia de David, nada explícito encontramos sobre el árbol genealógico de María. Los orígenes de la Virgen se ocultan en el silencio, como oculta en el silencio fue toda su vida. La natividad de María nos habla de humildad: cuanto más queramos creer a los ojos de Dios, más nos hemos de esconder a los de las criaturas; cuanto más grandes cosas queramos hacer por Dios, en mayor silencio y retiro hemos de trabajar.


En los peligros en las angustias, en las perplejidades siempre pensaré en Ti, ¡oh María!, siempre te invocaré. No te apartes, ¡oh María!, de mi boca, no te apartes de mi corazón; para obtener el apoyo de tus plegarias, haz que no pierda nunca de vista los ejemplos de tu vida. Siguiéndote, ¡oh María!, no me extravío, pensando en Ti no yerro, si Tú me sostienes no caigo, si Tú me proteges no tengo que temer, si Tú me acompañas no me fatigo, si Tú me eres propicia llegaré al término 

San Bernardo


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