¡Oh María, Madre mía!, enséñame a vivir escondido contigo
a la sombra de Dios
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La Liturgia celebra con entusiasmo el nacimiento de María
y hace de él una de las fiestas más populares de la devoción mariana. “Tu natividad, ¡oh Virgen Madre de Dios!
–canta hoy el oficio-, anunció la
alegría al mundo entero; porque de ti salió el Sol de justicia, Cristo nuestro
Señor Dios”. La Natividad de María es el preludio de la natividad de Jesús,
porque precisamente en aquella tiene su primer principio la realización del
gran misterio del Hijo de Dios hecho hombre para salvación de la humanidad.
¿Cómo podría pasar inadvertido al corazón de los redimidos el día natal de la
Madre del Redentor? La Madre preanuncia el Hijo, dice que el Hijo está para
venir, que las promesas divinas, vaticinadas desde siglos, están para
cumplirse. El nacimiento de María es la aurora de nuestra redención; su
aparición proyecta una luz nueva sobre toda la humanidad: luz de inocencia, de
pureza, de gracia, anticipo esplendoroso de la gran luz que inundará la tierra
cuando aparezca Cristo, Lux mundi.
María, preservada del pecado en previsión de los méritos de Cristo, no sólo
anuncia que la Redención está cerca, sino que trae consigo las primicias, como
primera redimida por su Hijo Divino. Por Ella, toda pura y toda llena de
gracia, la Santísima Trinidad dirige finalmente a la tierra una mirada de
complacencia, porque encuentra finalmente en ella una criatura en que puede
reflejar su belleza infinita.
Después del nacimiento de Jesús, ningún nacimiento ha
sido tan importante a los ojos de Dios, ni tan importante para el bien de la
humanidad, como el de María. Y sin embargo, ese nacimiento permanece en
completa oscuridad: nada dicen de él las Sagradas Escrituras, y cuando buscamos
en el Evangelio la genealogía de Jesús, encontramos tan sólo la que se refiere
a su descendencia de David, nada explícito encontramos sobre el árbol
genealógico de María. Los orígenes de la Virgen se ocultan en el silencio, como
oculta en el silencio fue toda su vida. La natividad de María nos habla de
humildad: cuanto más queramos creer a los ojos de Dios, más nos hemos de
esconder a los de las criaturas; cuanto más grandes cosas queramos hacer por
Dios, en mayor silencio y retiro hemos de trabajar.
En los peligros en las angustias, en las perplejidades
siempre pensaré en Ti, ¡oh María!, siempre te invocaré. No te apartes, ¡oh
María!, de mi boca, no te apartes de mi corazón; para obtener el apoyo de tus
plegarias, haz que no pierda nunca de vista los ejemplos de tu vida.
Siguiéndote, ¡oh María!, no me extravío, pensando en Ti no yerro, si Tú me
sostienes no caigo, si Tú me proteges no tengo que temer, si Tú me acompañas no
me fatigo, si Tú me eres propicia llegaré al término
San Bernardo
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