“¡Oh Madre de Dios y Madre de los Hombres! Te suplicamos
que purifiques nuestros sentidos para que aprendamos desde aquí abajo a gustar
a Dios, a Dios solo, en el encanto de las criaturas”
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La Virgen, que hoy contemplamos subiendo a la gloria del
cielo en cuerpo y alma, nos recuerda con una fuerza especial que nuestra morada
permanente no es la tierra sino el cielo, adonde, junto con su divino Hijo, nos
ha precedido en la integridad de su persona.
Este el pensamiento dominante de la liturgia de hoy: “¡Oh Dios Omnipotente, dice el Oremus
del día, que habéis elevado en cuerpo y
alma a la gloria celeste a la Inmaculada Virgen María, Madre de vuestro Hijo!
Haced, os suplicamos, que, atentos siempre a los bienes celestiales, merezcamos
ser asociados a su gloria”. Sí, la fiesta de la Asunción es para nosotros
una invitación apremiante a vivir “atentos siempre a los bienes celestiales”,
no dejándonos arrastrar por las vicisitudes y halagos de la vida terrena. No
sólo nuestra alma está creada para el cielo, sino también el cuerpo, el cual,
después de la resurrección de la carne, será acogido en los alcázares del cielo
y admitido a participar de la gloria del espíritu. Esta glorificación completa
de nuestra humanidad, que no sólo para nosotros, sino también para los santos
canonizados tendrá lugar al fin de los tiempos, la contemplamos hoy plenamente
realizada en María, nuestra Madre. Este privilegio le convenía muy bien a Ella,
toda Santa, cuyo cuerpo nunca estuvo oscurecido por la sombra del mal, sino que
fue siempre Templo del Espíritu Santo, y cuyo seno virginal fue Tabernáculo
Inmaculado del Hijo de Dios. Y este privilegio nos incita a nosotros a elevar
toda nuestra vida, no solamente la del espíritu, sino también la de los sentidos,
a la altura de la vida celestial que nos espera.
“¡Oh Madre de Dios
y Madre de los Hombres! –exclama el Venerable Pío XII en su bellísima
plegaria a la Asunción-: Te suplicamos
que purifiques nuestros sentidos para que aprendamos desde aquí abajo a gustar
a Dios, a Dios solo, en el encanto de las criaturas”.
Cuán privilegiada eres, y cuán digna, Virgen María, pues,
sin menoscabo de tu integridad te ves Madre del Salvador. Virgen Madre de Dios,
el que no cabe en el orbe entero, hecho hombre, se ha encerrado en tu seno
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