Ernesto, el monje bandolero
«Y tú, ¿por qué no me invocas? Si te hubieras encomendado a Mí, no te sucedería eso; hazlo en adelante, y no temas.» |
Cuenta el P. Carlos Bovio, S. J., que en la ciudad de
Radulfo, en Inglaterra, hubo un joven de casa noble, llamado Ernesto, el cual,
habiendo repartido sus bienes a los pobres, abrazó la vida religiosa en un
monasterio, donde vivía con tal observancia y perfección, que los superiores le
estimaban grandemente, en especial por su singular devoción a la Virgen nuestra
Señora.
Tanta era su virtud, que habiendo entrado una epidemia en aquella ciudad, y acudiendo la gente al monasterio para solicitar de los religiosos asistencia y oraciones, mandó el abad a Ernesto que fuese a pedir favor a la Virgen, delante de su altar, sin apartarse de allí hasta que le diese respuesta. Ernesto obedeció, y a los tres días de perseverar en esta disposición, le ordenó la Virgen ciertas oraciones que se habían de decir, y así cesó la peste.
Pero después se entibió, y el enemigo empezó a molestarle con varias tentaciones, especialmente contra la castidad, y con la sugestión de que huyese del monasterio.
El infeliz, por no haberse encomendado a la Virgen, se dejó al cabo vencer, determinado a descolgarse por una pared. Pero pasando con este mal pensamiento delante de una imagen que estaba en el claustro, le habló la piadosísima Virgen, diciéndole:
«Hijo, ¿por qué me dejas?» Sobrecogido y con gran compunción, respondió: «¿No veis, Señora, que ya no puedo resistir más? ¿Por qué Vos no me ayudáis?» «Y tú — replicó la Virgen —, ¿por qué no me invocas? Si te hubieras encomendado a Mí, no te sucedería eso; hazlo en adelante, y no temas.» Fortalecido con estas palabras, se volvió a la celda.
Tanta era su virtud, que habiendo entrado una epidemia en aquella ciudad, y acudiendo la gente al monasterio para solicitar de los religiosos asistencia y oraciones, mandó el abad a Ernesto que fuese a pedir favor a la Virgen, delante de su altar, sin apartarse de allí hasta que le diese respuesta. Ernesto obedeció, y a los tres días de perseverar en esta disposición, le ordenó la Virgen ciertas oraciones que se habían de decir, y así cesó la peste.
Pero después se entibió, y el enemigo empezó a molestarle con varias tentaciones, especialmente contra la castidad, y con la sugestión de que huyese del monasterio.
El infeliz, por no haberse encomendado a la Virgen, se dejó al cabo vencer, determinado a descolgarse por una pared. Pero pasando con este mal pensamiento delante de una imagen que estaba en el claustro, le habló la piadosísima Virgen, diciéndole:
«Hijo, ¿por qué me dejas?» Sobrecogido y con gran compunción, respondió: «¿No veis, Señora, que ya no puedo resistir más? ¿Por qué Vos no me ayudáis?» «Y tú — replicó la Virgen —, ¿por qué no me invocas? Si te hubieras encomendado a Mí, no te sucedería eso; hazlo en adelante, y no temas.» Fortalecido con estas palabras, se volvió a la celda.
Allí le asaltaron de nuevo las tentaciones, y como ni
entonces acudió a la Virgen, finalmente se escapó del monasterio, y a poco se
dio a todos los vicios, viniendo a parar, de pecado en pecado, hasta hacerse
salteador de caminos. Después alquiló una venta, donde, por la noche, por robar
a los pasajeros, les quitaba la vida.
Entre las muertes que hizo, mató a un primo del gobernador, quien por varios indicios empezó a formarle proceso. Entre tanto llegó al mesón un caballero joven, y luego que anocheció, el huésped fue donde dormía, con ánimo de asesinarle, según costumbre. Se acerca, y en lugar del caballero, ve tendido en la cama un Santo Cristo, que, mirándole benignamente, le dice:
«Ingrato, ¿no te basta que haya muerto por ti una vez? ¿Quieres volverme a quitar Ia vida? Pues extiende la mano y hiéreme.» Admirado y confuso, Ernesto empezó a llorar amargamente, diciendo así:
«Vedme aquí, Señor: ya que usáis conmigo de tan grande misericordia, quiero volverme a Vos.» Y sin diferirlo un instante, salió con dirección al monasterio. Pero en el camino fue preso por los ministros de la justicia y llevado al juez, delante del cual confesó todos sus delitos, por los que fue condenado a la pena de horca, y tan ejecutiva, que ni siquiera le dieron tiempo de confesión.
Entre las muertes que hizo, mató a un primo del gobernador, quien por varios indicios empezó a formarle proceso. Entre tanto llegó al mesón un caballero joven, y luego que anocheció, el huésped fue donde dormía, con ánimo de asesinarle, según costumbre. Se acerca, y en lugar del caballero, ve tendido en la cama un Santo Cristo, que, mirándole benignamente, le dice:
«Ingrato, ¿no te basta que haya muerto por ti una vez? ¿Quieres volverme a quitar Ia vida? Pues extiende la mano y hiéreme.» Admirado y confuso, Ernesto empezó a llorar amargamente, diciendo así:
«Vedme aquí, Señor: ya que usáis conmigo de tan grande misericordia, quiero volverme a Vos.» Y sin diferirlo un instante, salió con dirección al monasterio. Pero en el camino fue preso por los ministros de la justicia y llevado al juez, delante del cual confesó todos sus delitos, por los que fue condenado a la pena de horca, y tan ejecutiva, que ni siquiera le dieron tiempo de confesión.
El se encomendó entonces de veras a la Virgen
misericordiosa, y al tiempo de echarle los cordeles al cuello, la Virgen le
detuvo para que no muriese, y después soltó la cuerda y le dijo: «Vuelve al
monasterio, haz penitencia, y cuando me vuelvas a ver con una cédula en la
mano, en que estará escrito el perdón de tus pecados, disponte a morir.»
Así lo hizo: contó al abad todo lo sucedido, hizo penitencia rigurosa por muchos años, al cabo de los cuales vio a la Virgen dulcísima con el papel *en la mano, se acordó del aviso, se dispuso para la última partida y acabó santamente.
Así lo hizo: contó al abad todo lo sucedido, hizo penitencia rigurosa por muchos años, al cabo de los cuales vio a la Virgen dulcísima con el papel *en la mano, se acordó del aviso, se dispuso para la última partida y acabó santamente.
ORACIÓN
¡Oh Reina soberana, digna Madre de Dios! El conocimiento
de mi vileza y la multitud de mis pecados debieran quitarme el ánimo de
acercarme a Vos y llamaros Madre.
Pero aunque es tanta mi infelicidad y miseria, es mucho también el consuelo y
confianza que siento en llamaros Madre. Merezco, bien lo sé, que me desechéis;
pero humildemente os ruego que miréis lo que hizo y padeció por mí vuestro
divino Hijo, y entonces, si podéis, despedidme.
Es cierto que no hay pecador que haya ofendido tanto como yo a la divina
Majestad: pero estando el mal ya hecho, ¿qué recurso me queda sino acudir a
Vos, que podéis ayudarme? Sí, Madre mía, ayudadme.
No digáis «no puedo», porque sois omnipotente y alcanzáis de Dios todo cuanto
queréis. No respondáis tampoco «no quiero», o bien decidme a quién he de acudir
pidiendo el remedio de mi desventura.
A Vos y a vuestro Hijo os diré con San Anselmo: Señor, compadeceos de este
infeliz, y Vos, Señora, intercede por mí o mostradme otros corazones más
piadosos a quienes pueda recurrir con más confianza, pero, ¡ah!, que ni en la
tierra ni en el Cielo se encuentra quien tenga de los desdichados más
compasión, ni quien mejor los pueda socorrer. Vos, Jesús mío, sois mi Padre;
Vos dulce María, sois mi Madre.
Cuanto más infelices somos los pecadores, más nos amáis y con mejor solicitud
nos buscáis para salvarnos. Yo soy reo de muerte eterna, yo soy el más
miserable de todos los hombres; pero con todo, no es menester buscarme, ni es
esto lo que ahora pretendo, pues voluntariamente corro a vuestros pies. Aquí me
tenéis; no seré desdichado, no quedaré confundido; Jesús mío, perdonadme; Madre
mía, interceded por mí.
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