No pido cosas difíciles o imposibles, sino sólo esta: dime una palabra de íntimo aliento, que me dé gozo y alegría |
Misericordiosísima María,
Madre de Dios, recibe a tu siervo que se dirige a Ti en cada tribulación.
Purísima Virgen, recíbeme como al único que no tiene quien lo consuele. ¡Oh Señora
mía!, fíjate en mi aflicción y ábreme el seno de tu Misericordia. Heme aquí: yo
llamo, grito, pido y adoro.
No me aparto, ni te dejo.
Permaneceré siempre a tu lado, hasta que te compadezcas de mí. Conozco tu
incomparable dulzura y el maternal afecto de tu Corazón, tan ardoroso por la abundancia
del divino amor, que resulta inconcebible el temor de que llegue a faltar tu
consuelo.
Yo acudo a Ti con mucha
frecuencia y con gran esperanza, para merecer siempre ser favorecido por tu
auxilio y reanimado por el aliento de tus palabras, tanto si los asuntos me
marchan bien como si me marchan mal. Si Tú nos ofreces tus consuelos, ¿qué
tristeza puede tener lugar en el corazón?, ¿cómo el enemigo podría dañar al que
siempre puede recurrir a ti?
¡Oh Madre tan benigna!, presta
oídos a mis plegarias; ofréceme, ¡oh Virgen!, tu jarro y dame un poco a beber.
De la sobreabundancia de gracia que hay en Ti hasta rebasar, derrama sobre mí
un pequeño consuelo. Me es muy necesario en este momento y siempre viene bien,
ni me desagradaría aunque fuese pequeño, puesto que una sola gota, escurrida de
tu rostro a mis labios, es tan eficaz e importante que, en comparación, es vil
e inútil cualquier elemento agradable de esta vida.
Por eso, ¡muy amada María!, rica
y generosa en dones, admirablemente suave en tus expresiones de gracia,
confórtame con tus amonestaciones, Tú, en cuyo seno virginal habitó la Suma
Sabiduría, el Espíritu Santo desde el principio te consagró, el ángel te
custodió, el arcángel te instruyó y el poder del Altísimo te cubrió con su
sombra. Di solamente una palabra y mi alma será consolada.
No pido cosas difíciles o
imposibles, sino sólo esta: dime una palabra de íntimo aliento, que me dé gozo
y alegría. Acudo a Ti en la necesidad; recíbeme, pues, con rostro benigno. Tu
servidor sabrá que ha hallado gracia ante Ti, si le concedes algo amorosamente;
Esto es, si no te demoras mucho en otorgarle el consuelo que implora de Ti.
Carísima María, ven con tu dulce
presencia a visitar mi corazón en sus tribulaciones, ya que sabes tan bien
mitigar sus dolores y reconducirlos a una atmósfera de paz. Ven, piadosísima
Señora, con una nueva gracia de Cristo, y con tu santa diestra levanta a tu
servidor. Ven, elegida Madre de Dios, y muéstrame la bien conocida amplitud de
tu misericordia, ya que, como lo ves, me encuentro mal parado; pero no me he
olvidado ni me olvidaré jamás de ti. Ven, pues; ven, mi esperanza y mi dicha, ¡Virgen
María!, porque si Tú vienes y me hablas, vendrán a mí todos los bienes; y, en
cambio, todos los males se mantendrán alejados.
Qué deseable, qué importante y
qué gozoso será para mí escuchar las palabras de la Madre de mi Señor
Jesucristo. ¿Cuáles palabras? Palabras benignas, muy dulces y amistosas, como
las que oyó el apóstol Juan de boca de su amado Maestro, tu Hijo, al decir:
"Aquí tienes a tu Madre". Él lo oyó de labios de su Señor, pero yo
deseo escucharlo de los tuyos, ¡Señora mía!, en mi espíritu y en mi mente
devota. Dime, entonces: "Aquí tienes a tu Madre; heme aquí, soy yo".
Que, al sonido de esta tu
dulcísima voz, mi alma se conforte y se regocije en tu presencia, como suele
regocijarse un hijo que ha encontrado a su madre.
Que penetre, que penetre esta voz
amiga en los oídos de mi corazón; y que a través de las suaves palabras de tu
boca se me transmita al mismo tiempo algún consuelo sobrenatural del Espíritu
Santo. Asuma mi corazón nueva confianza; aléjese el temor; no me turbe después
la ambigüedad; no me atormente la desesperación con sus diversas tentaciones,
pero fortalézcanme las palabras que he rogado escuchar de Ti y confiarlas con
más atención a mi corazón.
"He aquí a tu Madre". Abraza, pues, alma mía,
esta recomendación. Abraza a la dulcísima María, abraza a la Madre de Dios con
su Niño Jesús, el más hermoso entre los hombres; agradécele siempre, porque es
ella quien escucha las oraciones de los pobres y no permite que se marche sin
consuelo ninguno de los que delante de ella vio rezar con perseverancia. Esta es
la Virgen María, Madre de Dios, la mística vara que, brotada de estirpe real,
alumbró al almendro de la flor divina, Jesucristo, Rey y Salvador de todos, al
que debemos tributar honor y gloria por los siglos.
Del libro "Imitación de María"
del Beato Tomás de Kempis
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.