Me acerco a Ti, Virgen María, con vivo deseo de penetrar
en el secreto de tu vida interior, para que Tú seas mi luz y modelo
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“Me parece que la conducta de la Virgen en los meses que
precedieron a la Natividad debe servir de modelo a las almas que Dios ha
elegido para que vivan recogidas en su propia intimidad, en el fondo del abismo
sin fondo” (IT. I, 10)
Aunque la vida de María Santísima estuvo siempre recogida
y reconcentrada en Dios, hubo de estarlo ciertamente de una manera especialísima durante aquel período en que,
por la virtud del Espíritu Santo, tuvo en sus entrañas al Verbo divino
Encarnado.
Gabriel había ya encontrado a María en la soledad y en el
recogimiento. “Y entrando a Ella el Ángel”, dice el Evangelio (Lc. 1, 28); “entrando”,
lo que supone que María estaba “encerrada” en su retiro. En nombre del Señor le
descubre el Ángel lo que se va a realizar en Ella: “El Espíritu vendrá sobre ti
y la virtud del Altísimo te cubrirá con
su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será Hijo de Dios” (Ib. 1,
25). Desde ese momento Dios se hace presente en María de un modo singularísimo;
es una presencia no sólo por esencia, ciencia y potencia, como en todas las
criaturas; no sólo por gracia, como en el alma de los justos; sino que además el
Verbo de Dios está María por “presencia corporal”, en frase de San Alberto Magno.
María, aun permaneciendo en su humildad, tiene conciencia
de las “grandes cosas” que se obran en ella, como lo atestiguan el sublime
cántico del Magnificat. Sin embargo, encubre en sí el gran misterio, ocultando
hasta al mismo San José, y recogida en la intimidad de su espíritu, adorando y
meditando: “María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón” (Lc. 2, 19)
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