¡Oh María, mi dulcísimo amor! Tú abriste a la Divinidad eterna la puerta de tu voluntad, y entonces inmediatamente el Verbo se encarnó en ti |
¡Oh María! ¿Fue el miedo lo que te turbó cuando oíste las
palabras del Ángel? No, más que miedo fue admiración lo que significaba tu
estremecimiento. ¿Qué era entonces lo que Tú admirabas y lo que te sobrecogía?
La bondad inmensa de Dios, cuando al mirarte a ti misma, te veías indigna de
tan grande gracia. Era el considerar tu dignidad y flaqueza por una parte, y la
gracia inefable que Dios te hacía por otra, lo que te sumió en aquella
admiración y estupor…; por eso apareciste tan profundamente humilde. Una vez
más Dios respetó en ti, ¡oh María!, la dignidad y la libertad del hombre, pues
quiso pedirte por medio del Ángel tu consentimiento, antes de que el Verbo se
encarnase. Y el Hijo de Dios descendió a tu seno cuando Tú consentiste. El
esperaba a la puerta de tu voluntad, para que Tú le abrieses y pudiese entrar
en ti; jamás habría entrado si no la hubieses abierto, diciendo: “He aquí a la
sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra…”
¡Oh María, mi dulcísimo amor! Tú abriste a la Divinidad
eterna la puerta de tu voluntad, y entonces inmediatamente el Verbo se encarnó
en ti. Con esto me enseñas que Dios, que me creó sin mí, no me salvará sin mí…
El llama a la puerta de mi voluntad y espera a que yo le abra… (Santa Catalina
de Sena)
¡Oh María! Por el inefable misterio que se ha obrado hoy
en ti, te pido que me enseñes y me ayudes a abrir de par en par la puerta de mi
alma a cualquier llamada divina, a cualquier insinuación de la gracia; que ante
cualquier manifestación de la voluntad divina yo repita siempre contigo mi
humilde y sincero: Ecce, fiat!
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