María adoradora.- María fue siempre la primera adoradora de Jesús
en todos sus misterios. Convenía, en efecto, que este corazón purísimo tuviese
en todo la honra del primer homenaje rendido a Jesucristo y que recibiese la
primera gracia para comunicárnosla. Fue ella la primera que adoró al Verbo
encarnado en su seno virginal, y la que al nacer le ofreció el primer obsequio
del amor y la primera confesión de fe. En las bodas de Caná ella adoró antes
que nadie su poder y lo desató en favor de los hombres. María, finalmente,
adoró la primera a Jesús en la cruz y se unió a su sacrificio.
Pero la adoración de María
resplandece en toda su incomparable excelencia al pie del sagrario.
Aquí ella adora a Jesús en su estado permanente.- Y no en estados
transitorios. Aquí Jesús se muestra como rey en el trono perpetuo de su amor
fijado hasta el fin del mundo, en un misterio que resume y contiene todos los
demás.
Así que María pasaba los días
y las noches junto a la divina Eucaristía. Esta es su morada predilecta, porque
en ella vive y reina su Jesús. ¡Qué sociedad más dulce y amable entre Jesús y
su madre! Aunque sin la Eucaristía María no hubiera podido vivir en la tierra,
con ella la vida se le hace agradable, pues posee a Jesús y es su adoradora por
estado y por misión. Y los veinticuatro años que María pasará en el cenáculo
serán como veinticuatro horas del día en el ejercicio habitual de la adoración.
María adora a Jesús Sacramentado con la fe más viva y perfecta.- Como
nosotros, ella adoraba lo que no veía, en lo cual consiste la esencia y la
perfección de la fe. Tras ese velo obscuro y debajo de esas apariencias
inertes, ella reconocía a su Hijo y a su Dios con una certidumbre mayor que la
de los sentidos. Confesaba la realidad de su presencia y de su vida y la
honraba en todas sus cualidades y grandezas. Adoraba a Jesús oculto debajo de
formas extrañas; pero su amor traspasaba la nube e iba hasta los pies sagrados
de Jesús, que veneraba con el más cariñoso respeto, hasta sus santas y
venerables manos en que tomó el pan de vida, y bendecía la boca sagrada que
había proferido estas palabras adorables: Esto es mi cuerpo, comedlo; esto es
mi sangre, bebedla. Adoraba al corazón abrasado de amor de donde salió la
Eucaristía. Hubiera ella querido anonadarse ante esta divina majestad anonadada
en el Sacramento, para rendirle todo el honor y todos los homenajes que le son
debidos.
Por eso adoraba ella la
presencia de su hijo con el respeto exterior más piadoso y profundo. Ante el
sagrario, estaba de rodillas, con las manos juntas o cruzadas sobre su pecho, o
extendidas, cuando estaba sola, hacia Dios preso de amor. Todo en ella exhalaba
recogimiento; una modestia consumada componía todos sus sentidos.
Nada más que ver a María
adorando a Jesús despertaba la fe, inspiraba devoción y encendía el fervor de
los fieles.
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