El silencio.- ¡Qué prudente su silencio! Admirable es la prudencia
del que habla con oportunidad y discreción siempre, no lo es menos cuando sabe
callar y a veces, ¡cuánto es difícil callar, que hablar a tiempo! ¿No es verdad
que la mayor parte de tus imprudencias las debes a tu lengua? ¿Cuántas veces te
ha pesado haber dicho lo que dijiste? ¿Cuántas, si hubieras podido recoger las
palabras que pronunciaste, lo hubieras hecho con gran alegría?
Pues mira a María y aprende. Aprende precisamente a callar, a no decir palabras necias, aprende a medir lo que dices, a pensar y darte cuenta de la que dices, a no hablar todo lo que te viene a la boca, a no hablar a tontas y a locas. Tenía delante a Jesús, el Maestro elocuentísimo del silencio, el que llegó en su pasión a admirar a Pilatos con la elocuencia divina de su silencio. Y así fue María en esto como en todo, copia exacta de Jesús.
¡Qué reserva la suya tan discreta, en el secreto a Ella confiado sobre el misterio de la Encarnación! Nadie pudio sospechar nada grande ni insólito en Ella. Después de la embajada del Ángel, la vieron tan sencilla, tan modesta, tan callada como antes. Dios se encarga de revelar su altísima dignidad a Santa Isabel, a Simeón después, a la profetisa Ana. Que lo diga y que lo revele Dios cuando quiera y a quien quiera; pero Ella no descubrirá su altísimo secreto.
Ni una sola vez dejó de traslucir de alguna manera en su semblante, en sus gestos, en su conducta, el menor indicio del grande acontecimiento obrado en Ella. ¿Cómo, pues, las gentes lo iban a adivinar? ¿Cómo extrañarnos de las dudas y vacilaciones del Santo Patriarca, si su esposa callaba y a nadie, ni aún a él mismo, le comunicó nada?
Medita este paso asombroso de María. Ella lo ve todo, lo comprende todo. San José ve que su esposa virgen va a ser madre y no lo entiende. La Santísima Virgen penetra en el corazón de San José y es testigo de sus horribles sufrimientos. ¡Qué confusión! ¡Qué desolación la suya! Ella podía arreglarlo todo con sola una palabra. Su esposo castísimo, la creería sin vacilar. Por otra parte, el Ángel no le prohibió de parte de Dios el que lo dijera. No era, pues, en este caso ninguna imprudencia el hablar: con hablar iba a evitar gravísimos males. Ya San José planeaba el escaparse de aquella casa y abandonar a su esposa a la que no comprendía y a pesar de todo, Ella calla, no se cree autorizada para hablar ni aún entonces, lo piensa bien, lo medita delante de Dios y decide seguir callando y dejar a Dios el desarrollo de los acontecimientos como Él quisiera. ¡Qué silencio más heroico! ¡Qué maravillosa prudencia la que nos enseña María callando!
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