La obediencia de María fue mucho más perfecta que la de todos los demás Santos |
Por el amor que la Virgen
tenía a la virtud de la obediencia, en la Anunciación del Arcángel San Gabriel
no quiso darse otro nombre que el de esclava: “He aquí la esclava del Señor” “Sí,
esclava –dice Santo Tomás de Villanueva-, porque esta fiel esclava ni con las
obras ni con el pensamiento contradijo jamás al Señor, sino que careciendo de
voluntad propia obedeció siempre, y en todo vivía sumisa a la voluntad de Dios”.
Ella misma declaró que Dios se había complacido en su obediencia cuando dijo: “Ha
puesto los ojos en la humildad de su esclava”, porque la humildad de una esclava
consiste en estar siempre dispuesta a obedecer. “Con su obediencia –dice San
Agustín- reparó la divina Madre el mal que Eva hizo con su desobediencia. La
obediencia de María fue mucho más perfecta que la de todos los demás Santos,
porque hallándose todos los hombres inclinados al mal por el pecado original,
hallen dificultad en obrar bien; “más no sucedió así con la Bienaventurada
Virgen María –escribió San Bernardino-, porque hallándose exenta de la culpa,
nada había que pudiese impedir amar a Dios, sino que fue como una rueda que se
movía veloz a todas las inspiraciones Divinas”, “por lo que no hizo otra cosa
en este mundo –como dice el mismo Santo-, sino observar y practicar lo que era
del agrado de Dios”. De Ella se dijo: “Mi alma quedó desfallecida al oír la voz
de mi amado”. A lo que Ricardo añade que el alma de María era como un metal
derretido a tomar todas las formas que Dios quería darle.
En efecto, María manifestó
bien cuán pronta se hallaba a obedecer, primeramente cuando para complacer a
Dios quiso también obedecer al emperador romano, haciendo aquel viaje tan largo
de noventa millas desde Nazaret a Belén, en tiempo de invierno, estando encinta
y tan pobre que se vio después obligada a parir en un establo. Así también estuvo
pronta al aviso de San José, para ponerse luego en camino en aquella misma
noche y emprender otro viaje más largo y penoso a Egipto. Aquí pregunta
Silveira: “¿Por qué la revelación de la huida a Egipto se hizo a San José y no
a la Bienaventurada Virgen, que debía experimentar más la fatiga del viaje? Y
contesta: “Para que le Virgen tuviese ocasión de practicar este acto de
obediencia a lo que se hallaba tan dispuesta”. Mas, en lo que principalmente
demostró su heroica obediencia a la voluntad de Divina, fue cuando ofreció su
Hijo a la muerte con tanta constancia, que, como dijo San Ildefonso, a falta de
verdugos, hubiera estado pronta para crucificarle. Así es que sobre las
palabras que dijo el Redentor a aquella mujer del Evangelio, cuando exclamó: “Bienaventurado
el vientre que te llevó”, y Jesús contestó: “Bienaventurados más bien los que
escuchan la palabra de Dios y la practican”, el venerable Beda escribió que
María fue más dichosa por la obediencia de la Divina Voluntad que por haber
sido Madre del mismo Dios.
Por esto los que practican la
obediencia complacen especialmente a la Virgen. Un día se apareció la misma a
un religioso franciscano llamado Acorso, en su misma celda; pero, a pesar de
esta visita, éste salió de la celda porque le llamó la obediencia para ir a
confesar a un enfermo. Habiendo regresado, encontró a María que le estaba
esperando y le alabó mucho su obediencia. Al contrario, reprendió mucho a otro
religioso porque oyendo tocar al refectorio se detuvo a concluir unas oraciones.
Y hablando a Santa Brígida de la seguridad que ofrece obedecer al padre espiritual
le dijo: “La obediencia introduce a todos en la gloria”. Así es –decía San
Felipe Neri-, porque Dios no pide cuenta de las cosas hechas por obediencia,
habiendo Él mismo dicho: “El que os escucha, me escucha a Mí, y el que os
desprecia, a Mí me desprecia. Por fin, la misma Madre de Dios reveló también a
Santa Brígida que por el mérito de su obediencia había alcanzado del Señor que
todos los pecadores arrepentidos que acudiesen a Ella sean perdonados.
¡Ah Reina y Madre nuestra!,
rogad a Jesús por nosotros, y alcanzadnos por el mérito de vuestra obediencia
el ser fieles en someternos a su voluntad y a los preceptos de nuestros padres
espirituales. Amén
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