¡oh María del Rosario del Valle de Pompeya, oh querida Madre nuestra, oh único refugio de los pecadores, oh soberana consoladora de los afligidos! |
¡Oh Augusta Reina
de las Victorias, oh Soberana del Paraíso!, a cuyo poderoso nombre se
alegran los cielos y tiemblan de espanto los abismos, ¡oh Reina gloriosa del Santísimo Rosario!, todos nosotros, dichosos
hijos vuestros, a quienes vuestra bondad eligió en este siglo para levantaros
un Templo en Pompeya, postrados a vuestros pies, en este día solemnísimo de la
fiesta de vuestros triunfos en la tierra sobre los ídolos y sobre los demonios,
derramamos con lágrimas los afectos de nuestro corazón y con la confianza de
hijos os exponemos nuestras miserias.
¡Ah!, desde este Trono de clemencia donde estáis sentada
como Reina, volved, ¡oh María!,
vuestra mirada hacia nosotros, hacia nuestras familias, hacia España, hacia
Europa, hacia toda la Iglesia, y compadeceos de los afanes que nos agitan y de
los trabajos que nos amargan la vida. Mirad, ¡oh Madre!, cuántos peligros de alma y cuerpo nos rodean, cuántas
calamidades y aflicciones nos oprimen, ¡oh
Madre!, detened el brazo de la justicia de vuestro Hijo indignado, y
venced, con la clemencia, el corazón de los pecadores: son nuestros hermanos y
vuestros hijos, que costaron Sangre al dulce
Jesús y atravesaron con un cuchillo vuestro sensibilísimo Corazón. Mostros hoy a todos según sois, ¡Reina de la paz y del perdón!
Dios te salve, Reina y Madre…
Es verdad, es verdad que nosotros, aunque hijos vuestros,
somos los primeros en crucificar a Jesús con nuestros pecados y en atravesar
nuevamente vuestro Corazón. Sí, lo confesamos, somos merecedores de los más duros
castigos. Más acordaros de que Vos en la cima del Gólgota recogisteis la última
gota de aquella Sangre Divina y el
último testamento del Redentor moribundo.
Y aquel testamento de un Dios,
sellado con la Sangre de un Hombre-Dios,
os declara Madre nuestra, Madre de los pecadores. Vos, pues, como
Madre nuestra, sed nuestra Abogada y
nuestra Esperanza; y nosotros, gimiendo, tendemos a Vos las manos suplicantes,
clamando: ¡misericordia!
¡Oh buena Madre!,
tened piedad: tened piedad de nosotros, de nuestras almas, de nuestras
familias, de nuestros parientes, de nuestros amigos, de nuestros hermanos
difuntos, y, sobre todo, de nuestros enemigos y de tantos que se llaman
cristianos y dejan lacerado el corazón amable de vuestro Hijo. Piedad, ¡ah! Piedad
os imploramos hoy por las naciones extraviadas, por Europa, por todo el mundo,
para que vuelva arrepentido a vuestro Corazón.
Misericordia para todos, ¡oh Madre de
misericordia!
Dios te salve, Reina y Madre…
¿Qué os cuesta, ¡oh
María!, escucharnos? ¿Qué os cuesta salvarnos? ¿No ha puesto Jesús en vuestras manos todos los
tesoros de su gracia y de su misericordia? Vos, coronada como Reina, estáis sentada a la diestra de
vuestro Hijo, circundada de gloria
inmortal sobre todos los coros de los ángeles. Vos extendéis vuestro dominio
por dondequiera se extienden los cielos y a Vos están sujetas la tierra y todas
las criaturas que en ellas habitan. Vuestro dominio llega hasta el infierno, ¡oh María!, y Vos nos habéis arrancado
de las manos de Satanás. Vos sois la omnipotencia por la gracia; luego Vos
podéis salvarnos. Y si decís que no queréis ayudarnos, porque somos hijos
ingratos y no merecemos vuestra protección, decidnos al menos, a quién hemos de
acudir para ser liberados de tantos azotes. ¡Ah!, no. Vuestro Corazón de Madre no sufrirá vernos a nosotros, hijos
vuestros, perdidos. El Niño que vemos sobre vuestras rodillas y los místicos
rosarios que admiramos en vuestra mano, nos inspiran la confianza de que
seremos escuchados. Y nosotros, confiados plenamente en Vos, nos arrojamos a
vuestros pies y nos abandonamos como débiles hijos en brazos más tierna entre
las madres, y hoy mismo, hoy, esperamos de Vos la suspirada gracia.
Dios te salve, Reina y Madre…
Pidamos la bendición a María.
Una última gracia os pedimos, ¡oh Reina!, que no nos podéis negar en este solemne día.
Concedednos a todos vuestros hijos constante amor y de un modo especial,
vuestra maternal bendición. No nos levantaremos hoy de vuestros pies, no nos
separaremos de vuestras rodillas, hasta que no hayáis bendecido. Bendecid, ¡oh María!, en estos momentos al Sumo
Pontífice. A los antiguos laureles de vuestra corona, a los antiguos triunfos
de vuestros Rosarios, por los que sois llamada Reina de las victorias, ¡ah!, añadid también éste, ¡oh Madre!; conceded el triunfo a la
religión, y la paz a la humana sociedad. Bendecid a nuestro Obispo, a los
sacerdotes, y sobre todo, a aquellos que son celosos del honor de vuestro
santuario. Bendecid, finalmente, a todos los asociados a vuestro templo de
Pompeya y a cuantos cultivan y promueven la devoción a vuestro Santísimo Rosario.
¡Oh Bendito
Rosario de María!, dulce cadena que nos sujeta a Dios, vínculo de amor que nos une a los ángeles, torre de salvación
contra los ataque del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no os
dejaremos jamás. Vos nos confortaréis en la hora de la agonía y para Vos será
el último beso de la vida al extinguirse. Y el último acento de los mortecinos
labios serán vuestro suave nombre, ¡oh
María del Rosario del Valle de Pompeya, oh querida Madre nuestra, oh único
refugio de los pecadores, oh soberana consoladora de los afligidos! Sed en
todas partes bendecida, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo. Así sea
Dios te salve, Reina y Madre…
Indulgencia de siete años.
Indulgencia plenaria, en las condiciones de costumbre (Breve,
20 jul. 1925; S. Pen. Ap., 18 mar. 1932)
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